Arantza

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La brillante luna dotaba a la ciudad de Dagnar de la iluminación de la que carecía. Era la noche de la Vigía, las horas previas al amanecer de un nuevo gobierno. Arantza, como futura reina o virreina, se hallaba en una de las dos torres más altas del Palacio de los Escudos, observando la urbe como si lo hiciera por primera vez. Y, en cierta manera, lo hacía. Desde las alturas, las calles que le vieron crecer se le antojaban tan lejanas como desconocidas. Nunca había visionado su hogar en la penumbra más absoluta, bien se había ganado el sobrenombre de la ciudad del Sol. Ni mucho menos, había poseído el privilegio de vislumbrarlo desde el edificio más emblemático de su pueblo. Desde su posición, oteaba el oscuro océano fusionándose con el manto de estrellas celestial, así como Dagnar en su totalidad.

La ciudad entera se sumergía dentro de un profundo silencio, cuya calma, en lugar de sosegarla, la forzaba a rememorar otros tiempos.

En una ocasión, de niña, se despistó en una de las clases y perdió de vista a su grupo. Caminó desorientada hasta que, agotada, se sentó sobre las escaleras exteriores del Palacio de los Escudos. Cual fue su sorpresa cuando una de las guardias la expulsó de malas maneras. Pocos minutos después la encontró Heimdal, su mentor, y para mayor disgusto, él también la regañó. «No olvides que éste no es tu lugar. Si así lo disponen los dioses, quizás algún día. Pero hoy no». Fue el día que comprendió que cada dagverya nacía para una función. Tenía cuatro o cinco años cuando sucedió. Y, por si la idea de división social le resultaba un concepto abstracto, los años aclararon sus dudas.

Desde su nacimiento hasta su séptimo cumpleaños, las dagveryas recibían formación general por parte de diversos mentores. Se dividían en grupos reducidos y las educaban en distintas áreas de supervivencia. Al cumplir los siete, realizaban una prueba donde se analizaban una serie de aptitudes para ser clasificadas en un estrato social y determinar su futuro. Arantza, pese a ser algo introvertida, logró entablar relaciones cordiales con sus compañeras. Hasta el día del examen. Todo el grupo de Heimdal ascendió a distintos niveles: grumetes, meigas, jinetes... salvo ella. Arantza fue declarada sierva, en consecuencia, la destinaron al laborioso mundo de los oficios. A partir de ese momento, las niñas con las que había compartido los primeros años de vida la dejaron de lado, hasta el punto de ni siquiera saludarle. En ese momento, entendió por qué su mentor experimentó tanta congoja al verla a las puertas del palacio.

En el fondo, ya debía sospechar que aquél jamás sería su lugar.

Y no se equivocaba.

—No debo gobernar —sentenció, apesadumbrada.

Heimdal paró en seco y la observó con detenimiento, pues hacía rato que deambulaba por la estancia parloteando y embriagado de felicidad. También era su primera vez dentro del palacio y, aunque se le prohibía acudir a las ceremonias, ninguna ley le eximía de acompañar a Arantza en la noche de la Vigía. La escudriñaban con preocupación, como si la joven hubiera dictado la mayor de las infamias. Él era como un padre para ella pues, aunque no tenía la obligación, había permanecido a su lado desde que se le asignó la función de sierva.

Las dagveryas nacían siempre como hembras y no requerían de varones para reproducirse. Se trataba de un rasgo que compartían con las vaengi, la otra sociedad matriarcal del gobierno Senk, razón por la cual, muchos consideraban que ambas especies se originaban de la maldición de Nut. Sin embargo, mientras que las vaengi veneraban a la deidad, las dagveryas la repudiaban. Para su cultura, su sangre provenía exclusivamente del dios Dag, la estrella llameante que iluminaba los días. Aun así, era cierto que compartían muchas características con las vaengi, como que ambas razas poseían alas, aunque las dagveryas no podían volar, ni tenían el don de comunicarse con las aves.

Pangea: DespertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora