2. 11 de agosto de 1945

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Capítulo 2:

11 de agosto de 1945

Una familia sin una oveja negra no es una familia típica.

Heinrich Böll (1917-1985)

«Soy la última de nueve hijos. Llegué de improvisto, como a mi madre tanto le gusta recordarme día a día. Fui un desliz. Luego de criar a ocho niños, ¿a qué persona le quedaría fuerzas para criar a otro? Mi hermana mayor, que era la cuarta, fue como una madre para mí, sin embargo, cuando yo tenía seis años, se contagió de tuberculosis y murió; fue la última persona a la que he abrazado, a la que le he dicho que la amaba, la última persona que me entendió.

Desde que he tenido memoria, he sido una persona muy tranquila; no asomo la nariz donde no me llaman y mientras más desapercibida pueda pasar, mejor para mí. Por esto nunca he entendido la actitud de mi familia para conmigo, como si fuera un estorbo, jamás he hecho nada para obtener su desprecio, y sí, su modo de actuar hacia mí no se puede denominar de otra forma que no sea desprecio, penosamente. Sin embargo, por vez primera en mi vida, pretendí algo de parte de mi familia: quise un viaje como regalo de quince años. Negado, por supuesto. Pero algo me estimulaba a insistir, a no ceder en mi único deseo.

―Un par de días nada más, por favor ―le rogué a mi padre una noche, poco antes de cumplir dieciséis años―. Doy mi palabra, le juro no pedirle nada otra vez de cumpleaños. Aceptaré, al volver, conocer a los señores que usted quiere presentarme.

A pesar de ser ignorada por toda mi familia, para lo único que me dirigían la palabra era para instarme a casarme. Mi padre ya es un hombre mayor y bastante áspero, tiene a casi todos sus hijos desposados con personas de sociedad, sólo falto yo porque quiero casarme por amor, no por conveniencia, algo que ellos no consienten. Proporcionarle a él la posibilidad de casarme y deshacerse de mí de una vez por todas antes de morirse, era algo que no desperdiciaría, por lo que aceptó mi propuesta, como yo ya sabía que haría.

De esta manera, a pocos días antes de mi décimo sexto cumpleaños emprendí el viaje al lugar que siempre había querido visitar: Mérida. Me acompañaron dos de mis hermanos, quienes se negaron a llegar a la ciudad y alegaron que me debería ser suficiente estar ahí, así que nos quedamos en una posada cerca del páramo La Culata. Al día siguiente de llegar era mi cumpleaños; ese día, mientras mis hermanos comían y bebían, yo me escapé, me sentía agobiada en la pequeña posada; me tropecé con un par de perritos y jugamos un rato antes de que ellos empezaran a subir la montaña y a hacerme señas para que los alcanzara. Yo anhelaba un poco de aventura, probar hacer algo que nunca creí que llevaría a cabo, por lo que no lo pensé dos veces antes de ir tras ellos, sin darme cuenta de que no tenía ni de cerca la ropa adecuada, puesto que llevaba sólo un vestido y un abrigo.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me senté fatigada en una roca, los perros me husmearon y luego se retiraron hacia unos árboles; intenté llamarlos, pero la voz no me salía, así que me forcé a levantarme e intenté seguirlos con mis tambaleantes piernas. Pasé entre los árboles y no los vi, continué caminando por un rato más hasta que la montaña caía abruptamente.

―¿Perritos? ―pregunté atemorizada.

Volteé repetidas veces sin lograr verlos. Seguí llamándolos e intenté devolverme a la roca para lograr orientarme, pasé entre árboles y arbustos, salí a un pequeño claro, rodeado de las primeras plantas; supe que ahí no había estado antes, ni siquiera había pasado por esa zona. Cerré los ojos con fuerza. No me podía abandonar al miedo. Emprendí el camino, intentando bajar y no subir, pues sabía que, si seguía ascendiendo, me perdería irremediablemente.

Odié a los perros, me detesté a mí misma por seguirlos, por insistir en mi empeño incluso cuando noté que se desviaban del pequeño camino que estaba más o menos marcado; odié a los incompetentes de mis hermanos, odié a mi familia, odié mi vida. El sol se fue ocultando, me detuve al borde de un declive abrupto para ver la puesta de sol, que desaparecía entre las montañas. Respiré profundamente y permanecí ahí, hasta que no hubo ni un rayo de luz y las estrellas poblaban el cielo.

Ahora sí estaba perdida, sin duda alguna.

º º º

Caminé alumbrada por la luna, atenta a todos los sonidos a mi alrededor, los animales nocturnos se estaban despertando. De repente, un amplio claro se abrió ante mis ojos, a lo lejos calculé su término, pues una alta montaña surgía y presumí que lo cortaba; de un lado, había más árboles, y del otro, una pequeña bajada que llevaba a un riachuelo. Me dirigí hacia allá, sedienta de un poco de agua, sin embargo, cuando me acerqué, todo se oscureció más de lo que ya estaba; alcé la vista al cielo y era negro, ni una estrella se veía.

Di pequeños pasos, tanteando el terreno antes de avanzar, mis ojos hacían el intento de ajustarse a la oscuridad sin logro alguno. Sin querer, metí mi pie en el riachuelo y lo saqué de un tirón tiritando; justo en ese momento, un rayo cayó unos metros más allá. Grité del pavor, cayó otro y tronó de una forma horripilante; nunca en mi vida había oído un trueno así. Un rayo surcó en diagonal el cielo y cayó en uno de los árboles, dejándolo casi todo carbonizado y con la mayor parte de las ramas en el piso. Cegada por ese último rayo, corrí con todas mis fuerzas, tropecé y me hundí en el riachuelo, mojándome casi toda la ropa; como pude, me levanté y miré desesperada a mi alrededor, buscando un refugio.

Cada cuarto de minuto más o menos caía un rayo, pero tronaba a cada segundo. Noté que me estaba acercando a la montaña que señalaba el final del claro, reuní las fuerzas que me quedaban y seguí corriendo, deseando que hubiese alguna cueva. Al llegar al pie de la montaña, el cielo se abrió y la lluvia cayó con todas sus fuerzas; el viento no me dejaba quitarme el cabello de la cara, lo que me imposibilitaba ver; el frío ya me calaba los huesos y no sentía mis extremidades; me caía, me levantaba y me volvía a caer. Yo ya me había resignado a que esos eran mis últimos momentos, pero mi cuerpo iba en automático y él no se había rendido.

En mi milésima caída, entre las lágrimas, el cabello y el barro en mis ojos, observé la entrada de una cueva a unos dos metros de mí; intenté levantarme, pero mi cuerpo no daba para más. Cerré los ojos frustrada, intenté arrastrarme poco a poco. Sentía cuchillos incrustándose en mi cuerpo, creía que en cualquier momento vería mis manos negras, quemadas por el frío. La cueva estaba cada vez más cerca, un rayo cayó a poca distancia; decidí que yo no iba a morir el día de mi cumpleaños y con un alarido de dolor, logré levantarme y trastabillé hasta la cueva, sin embargo, antes de lograr entrar, algo me golpeó con ímpetu y perdí la consciencia.

Desperté horas más tarde, el sol me deslumbraba, me levanté con un quejido, confusa; estaba recostada contra un árbol al pie de la montaña. Cerré los ojos con fuerza y todo lo acontecido la noche anterior volvió a mí. Lo primero que hice fue ver mis manos, que estaban marrones por el barro, me removí un poco y comprobé mi palidez normal; moví cada dedo con cuidado, hice lo mismo con la otra mano y con los pies. Miré a mi alrededor, me llamó la atención que no había tantos árboles como creí ver en la noche; busqué la cueva y no la vi. Me paré del piso con esfuerzo y caminé hasta el riachuelo, supuse que mis cálculos eran erróneos ya que éste no llegaba hasta la montaña, me lo encontré luego de un par de minutos caminando; al notar que iba de bajada, decidí seguirlo, para poder tener una fuente de agua mientras alguien me encontraba.

Avanzada la mañana, con el sol en lo alto del cielo, vi unos pasos en el barro; me quedé petrificada, era la primera señal que me indicaba que no era la única persona ahí, así que decidí seguirla. El riachuelo se volvía cada vez más angosto e iba un poco más rápido, vislumbré su caída entre unos árboles, las pisadas me guiaban hacia allá, y con el corazón en la boca, me aproximé en silencio.

Primero, vi una pila de ropa en la orilla del arroyo; después, me fijé en una chica hincada al lado, con un cabello color anaranjado, que debía tener más o menos mi misma edad. Me pareció ver que dijo algo, aunque no la escuché. Moví mis manos nerviosa y me terminé de acercar, con un augurio de que ella me ayudaría... Era usted, Paula.»

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