Twenty-two.

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Dazai no había olvidado la promesa que le había hecho a Chuuya la última noche que estuvieron juntos. 

Sin embargo, no sabía ni cómo empezar. Cómo explicarle que ni siquiera sabía qué hacer en esos momentos y que al único que tenía con seguridad era a Chuuya. Que aferrarse a él era su única opción para no volverse loco en ese momento y que, cuando Chuuya cayó dormido, pasó horas pensando en qué decisión tomar mientras acariciaba su rostro, mientras se aferraba a él, contando las horas que le quedaban.

No sabía cómo decirle lo mucho que dolió dejarle atrás, mucho más de lo que él mismo había esperado. Cómo decirle que le perdonase por marcharse sin decir adiós, hacerle entender que tan solo pensar en encararle, en clavarle en su corazón una nueva traición, hacía que quisiera echarse atrás. 

Y no podía retractarse. Porque Oda tenía razón, y porque le había prometido que sería una mejor persona. Sabía que no terminaría bien si seguía en la Port Mafia, pero tampoco podía convencer a Chuuya de traicionarse a sí mismo, a su lealtad. 

Por ello, decidió ser él el traidor. Ser quien clavase un nuevo puñal en su compañero, en su mejor amigo. A pesar de que le había visto sufrir las pesadillas, a que le había visto llorando y gritando los nombres de sus amigos entre sueños. Aunque sabía lo que iba a dolerle.

Quizá eso fue lo peor durante esos cuatro años junto a la muerte de Oda. Imaginar cómo reaccionaría Chuuya cuando se enterase, cómo se habría enterado, cuándo, dónde. Pensar que le habría defendido incluso frente al diablo, pero con el tiempo su fe se fuese desvaneciendo hasta que convertirse en rencor.

Imaginar era lo peor, sobre todo cuando su mente no dejaba de funcionar las veinticuatro horas del día. ¿Gritaría su nombre entre sueños y lágrimas también? ¿Tendría pesadillas con su traición? ¿Se culparía igual? ¿Se preguntaría por qué le mintió? ¿Pensaría que se había olvidado de su promesa?

Todas esas preguntas le habían acosado durante esos cuatro años. Por eso no era de extrañar que Kunikida le preguntase una buena mañana quién era Chuuya, como si tal cosa. Dazai se quedó de piedra ante la mención de su nombre por parte de su compañero, y tan solo respondió un simple «alguien» para luego cambiar de tema de conversación.

No podía hablar de Chuuya sin que un nudo en la garganta le ahogase lentamente.

Ahora, frente a esa puerta que tantas veces había visto, sentía su cuerpo temblar como una hoja. La última vez que se sintió así fue cobijado por los brazos de Chuuya, por sus besos, sus caricias, su mirada azul condescendiente, comprensiva. 

Ahora solo le acunaba el frío de la noche.

Introdujo la llave, y las bisagras sonaron como si nadie hubiese entrado ahí en mucho tiempo. Era comprensible, después de todo, habían pasado cuatro años.

Sin embargo, para su sorpresa, no había polvo en los muebles. No había telarañas, ni siquiera mal olor pero sus pasos rechinaban contra la madera del suelo, dando a relucir el desgaste por el paso del tiempo. 

Estaba completamente oscuro, como el día en el que se fue. Casi parecía no haber cambiado nada excepto que él era más alto y su perspectiva no era la misma.

Se alertó cuando vio que había una luz encendida. La puerta de la habitación estaba cerrada, pero una luz naranja iluminaba por debajo. Dazai la reconoció como la de la lámpara que estaba en el velador de Chuuya, el mismo en el que solía poner su cuchillo y Dazai su pistola. 

Su pulso empezó a acelerarse, y Dazai era bueno a la hora de controlarlo, pero en ese momento parecía incapaz. Con cautela, se acercó a la puerta y la abrió, maldiciendo las bisagras y el suelo por el ruido, mientras tenía su arma sujeta en la mano. 

Hold each otherDonde viven las historias. Descúbrelo ahora