Capitulo 12

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Katniss no había tenido intención de ir con Peeta de vacaciones. Su intención había sido negarse a ir a Cannon Beach. Y lo habría hecho si no hubiera sido por el repentino interés de Prim en su padre ficticio, Anthony.
Había épocas en las que Prim preguntaba sobre Anthony, pero, por primera vez, Katniss intentó contestar sin mentirle. Luego había llamado a Peeta y le había dicho que irían a Oregón. Si Prim iba a mantener una relación con Peeta, tenía que pasar tiempo con él antes de que le dijera que era su padre.
Le echó una mirada a su hija que iba sentada en el asiento del acompañante. Prim llevaba puesta una gorra negra y unas gafas de sol para niños. Era sábado así que sus labios estaban pintados de un rojo intenso.
Echó una ojeada al reloj digital que había sobre la radio. Era puntual por naturaleza y le gustaba llegar a tiempo, pero ese día llegaba con media hora de antelación. En algún lugar entre la primera vez que Prim cantó y la última vez que preguntó «¿No llegamos aún?»  había pisado fondo el acelerador.
Miró el mapa que Peeta le había dibujado y condujo entre las residencias construidas a pie de playa. Cuando llegó, aparcó el auto junto al de Peeta.
Dejó el equipaje en el coche y guió a Prim de la mano hasta la puerta de la casa de Peeta. Con cada paso que daba el corazón de Katniss latía más rápido. Cuanto más se acercaba, más se convencía de que estaba a punto de cometer un error garrafal.
Hizo sonar el timbre varias veces. No contestó nadie.
—Tal vez Peeta está echando la siesta. Quizá deberíamos entrar y despertarlo. ¿Crees que se olvidó de que veníamos? —preguntó Prim.
—Espero que no —contestó Katniss agarrando el pomo y abriendo la puerta.
—¿Peeta? —gritó, entrando muy despacio. Katniss atravesó el salón con Prim siguiendola.
La casa estaba construida en una ladera sobre la playa y el océano. La fachada posterior consistía en su totalidad en unos enormes ventanales enmarcados con carpintería de roble.
—Caramba. —Prim se quedó sin aliento y se puso a dar vueltas—. ¿Peeta es rico?
—Eso parece —Los muebles eran modernos y construidos principalmente de caoba. A un lado había un sofá en azul oscuro; estaba orientado para disfrutar tanto de la vista del océano como de la chimenea que dominaba la pared de la izquierda. Encima de la repisa de la chimenea había colgado un enorme retrato donde el abuelo de Peeta permanecía de pie junto a uno de esos enormes peces azules que los turistas pescaban en la costa de Florida.
Había pasado mucho tiempo desde que Katniss había visto a Haymitch, pero lo reconoció con facilidad.
—Espero que Peeta no haya tenido un accidente. —Prim se dirigió hacia una de las tres puertas correderas de cristal del salón—. Tal vez se ha roto una pierna o se ha cortado...
Se acercaron a la vez a la cristalera y miraron hacia la playa.
—¡Peeta! —Prim gritó en voz alta—. ¿Dónde estás?
Katniss abrió la puerta y salió un momento a la terraza, respiró hondo y exhaló lentamente. Tal vez pasar una semana en una casa tan bella con un entorno tan maravilloso no iba a ser tan malo después de todo.
Si no permitía que Peeta la hechizara con su cara amable y si se guardaba sus labios para sí mismo, a lo mejor ese viaje no se convertiría en un error garrafal.
Katniss oyó ruido de pasos que golpeaban las escaleras. Luego, vio la cabeza de Peeta. Llevaba unos auriculares y tenía la mitad de la cara cubierta por barba. Después aparecieron sus hombros anchos y su poderoso pecho. Llevaba puesta una camiseta con tantos agujeros que Katniss se preguntó para qué se había molestado en ponérsela. El estómago era plano y se le veía hasta la cinturilla de los pantalones cortos. El vello oscuro se arremolinaba alrededor del ombligo para desaparecer en forma de flecha bajo los pantalones cortos azul marino.
—Llegáis temprano — les dijo mientras intentaba normalizar la respiración.—. Si lo hubiera sabido, habría estado aquí.
—Lo siento —dijo ella, negándose a sonrojarse. Era adulta. Podía comportarse con normalidad ante un hombre ardiente, sudoroso y semidesnudo. Y podía manejar a Peeta Mellark sin ningún problema. —. Pisé el acelerador más de la cuenta —explicó.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —Tomó la toalla que colgaba de la barandilla. Se secó la cara y el pelo.
—Sólo unos minutos.
—Hum, pensamos que te habías caído y que estabas herido —dijo Prim distraída por la visión del estómago de Peeta.
Peeta vio a Prim y sonrió.
—¿Tenías preparada una tirita por si acaso? —le preguntó, colocándose la toalla alrededor del cuello.
Negó con la cabeza.
—Tenes la barriga peluda, Peeta. ¡Muy peluda! —dijo.
Él se miró y apretó una de sus grandes manos contra el duro abdomen.
—No es para tanto —dijo, restregándose la palma de la mano sobre el estómago—. Conozco a varios tíos que son bastante peores. Por lo menos yo no tengo vello en la espalda.
Katniss observó cómo deslizaba la mano más abajo, hacia el vientre, hundiendo los dedos en el vello corto y su mente se inundó de recuerdos. Recordó esa noche hacía tanto tiempo cuando ella lo había tocado, cuando lo había sentido ardiente y viril bajo sus manos.
—¿Qué miras, Katniss?
Ella apartó la mirada de su vientre y lo miró a los ojos. La había pillado mirándolo.
—Tus zapatos.
El se rió entre dientes.
—Me mirabas el paquete.
—Ha sido un largo viaje. —dijo cambiando de tema—. Iré al coche a por nuestro equipaje.
Peeta se la adelantó.
—Yo lo recogeré.
—Gracias.
Él atravesó la puerta corredera.
—De nada —le dijo con una sonrisa arrogante antes de atravesar el salón.
—¡Oye, Peeta! —gritó Prim que pasó corriendo junto a su madre—. Traje los patines. Y adivina qué...
—¿Qué?
—Mamá me compró unas rodilleras nuevas de la Barbie.
—¿De la Barbie?
—Sí.
Él abrió la puerta principal.
—Estupendo.
—Y adivina qué más.
—¿Qué?
—Teno gafas de sol nuevas. —Se quitó las gafas y las sujetó en alto—. ¿Ves?
Peeta se movió en dirección a ella.
—Oye, son geniales. —Se paró para mirarle con resignación la cara—. ¿Vas a llevar puesto eso púrpura mientras estés aquí? —preguntó, refiriéndose a la sombra de ojos.
Ella asintió con la cabeza.
—Sólo puedo usarla los sábados y domingos.
Él se dirigió a la parte trasera del auto y dijo:
—Tal vez, mientras estés de vacaciones, podrías hacer un descanso y dejar de usar todo eso.
—Ni hablar. Me gusta. Es lo que más me gusta del mundo.
—Pensaba que los perros y los gatos eran lo que más te gustaba.
—Bueno, el maquillaje es lo que más me gusta de todo lo que puedo tené.
Peeta suspiró con resignación mientras tomaba dos maletas y una bolsa de juguetes del asiento trasero del coche.
—¿Esto es todo? —preguntó.
Katniss sonrió y abrió el maletero.
—Mierda —juró Peeta clavando los ojos en tres maletas más, un paraguas enorme y el Centro de Belleza de Barbie—. ¿Habéis traído toda la casa?
—Éste es el resultado de reducir bastante la carga original —dijo ella, cogiendo el paraguas—. Y por favor, no blasfemes delante de Prim.
—¿Blasfemé? —preguntó Peeta, mirando a la niña.
Katniss asintió con la cabeza.
Prim se rió tontamente y cogió el Centro de Belleza de Barbie.
Katniss y Prim lo siguieron de vuelta a la casa y Peeta las condujo al piso inferior, hasta una habitación; luego regresó por el resto de su equipaje. Cuando ya había trasladado todas sus cosas, les mostró rápidamente todas las habitaciones.
—Tengo que darme una ducha —les dijo Peeta, dirigiéndose al pasillo después de que Prim inspeccionara los tres cuartos de baño—. Cuando acabe, podemos ir a la playa.
—¿Por qué no nos encontramos ya allí? —sugirió Katniss que quería aprovechar el sol antes de que se volviera a nublar.
—Me parece bien. ¿Necesitáis toallas?
Katniss había traído las suyas. Después de que Peeta las dejara, Prim y Katniss se cambiaron de ropa. Prim se puso un bikini de cuadros rosa y púrpura, luego se metió una camiseta de Texas por la cabeza. Katniss se puso un par de pantalones cortos naranjas con un top a juego que le dejaba el ombligo al aire y como creía que enseñaba demasiado añadió una ligera blusa de algodón.
Ambas se calzaron unas sandalias, tomaron las toallas de playa y el protector solar y se dirigieron afuera.
Cuando Peeta se les unió en la playa, Prim había encontrado un erizo de mar un poco roto, media concha y una pinza pequeña de cangrejo. Los había metido en un cubo rosa y en ese momento se encontraba al lado de Katniss para observar a una anémona de mar.
—Tócala —le decía Katniss—. Es pegajosa.
Prim negó con la cabeza.
—Sé que es pegajosa, pero no me gusta tocarla.
—No te morderá —le dijo Peeta
Katniss levantó la mirada y se incorporó lentamente. Peeta se había afeitado, se había puesto  pantalones cortos y una camiseta blanca. Se veía limpio e informal, pero demasiado rudo y sensual para parecer completamente respetable.
Prim se puso de pie y señaló hacia Haystack Rock que se encontraba a unos cincuenta metros—. Quiero ir allí.
Los tres juntos caminaron hasta la enorme formación rocosa. Peeta ayudó a Prim a saltar de roca en roca y cuando el terreno fue demasiado abrupto para sus cortas piernas, la cogió y la sentó sobre sus hombros sin esfuerzo alguno.
—¡Mamá, mírame, he crecido! —gritó.
Peeta y Katniss se miraron y rieron.
—Eso es lo que todas las madres desean oír —dijo ella.
Una sonrisa permaneció en la cara de Peeta.
—Empezaba a pensar que sólo te ponías vestidos o faldas —dijo Peeta a Katniss.
No le sorprendió que lo hubiera notado.
—Normalmente no llevo pantalones, ni cortos ni largos.
—¿Por qué?
Katniss no quería contestar a esa pregunta. Prim, sin embargo, no tenía ningún tipo de escrúpulos a la hora de facilitar esa información.
—Porque tiene un gran pandero.
—¿En serio?
Prim asintió con la cabeza.
—Sí. Eso es lo que dice siempre.
Katniss sintió que se ruborizaba.
—Dejemos ese tema.
Cogiendo el dobladillo de la camisa amarilla, Peeta lo levantó y ladeó la cabeza para mirar mejor.
—No me parece grande —dijo con aire despreocupado como si discutieran sobre el clima—. A mí me parece perfecto.
Katniss se sintió un poco tonta por el ramalazo de placer que sintió en la boca del estómago. Le golpeó la mano y dejó caer la camisa en su sitio.
—Pues lo es —dijo ella.
Recordaba lo que había sucedido siete años atrás cuando había perdido la cabeza ante sus cumplidos. Todas las chicas soñaban con ser reinas de la belleza y, con muy poco esfuerzo, él la había hecho sentir como Miss Texas y ella había saltado encantada a su cama. Se recordó a sí misma que podía ser encantador, pero que también podía ser realmente repugnante.
Una vez que alcanzaron la base de la roca, Katniss observó a Peeta y a Prim examinar la variedad de vida marina. Los vio descubrir una estrella de mar, mejillones y más anémonas.
Trató de ocultar la inseguridad que sintió.
—Se ha perdido —dijo Prim cuando Katniss se agachó a su lado.
—¿Qué es? —preguntó.
Prim apuntó hacia un pequeño pez marrón que nadaba bajo la superficie.
—Es un bebé y su mamá lo ha abandonado.
—Creo que es un pez de menor tamaño. —dijo Peeta
Prim negó con la cabeza.
—No, Peeta. Es un bebé, ¿no lo ves?
—Entonces cuando la marea suba otra vez su mamá vendrá y lo recogerá —le aseguró Katniss.
—No —negó con la cabeza de nuevo y le comenzó a temblar la barbilla mientras decía—: Seguro que su mamá también se perdió.
El hecho de que Prim viviera sola con su madre y no conociera más familia que Annie, hacía que Katniss tuviera que controlar cuidadosamente las películas que Prim veía para asegurarse de que los personajes tenían por lo menos un padre o una madre. Cuando Prim cumplió seis años, Katniss dejó que viera Babe, el cerdito valiente. Fatal error. Prim había llorado durante una semana.
—Su madre no se ha perdido. Cuando suba la marea, vendrá a por él.
—No, las mamas no dejan a sus bebés a menos que se pierdan. El pececito no puede irse a casa. —Apoyó la frente sobre la rodilla—. Se ha quedado solo, sin su mamá. —Cerró los ojos con fuerza y le resbaló una lágrima por la nariz.
Katniss miró a Peeta. Él le devolvió la mirada con un brillo desesperado en sus ojos. Esperaba que fuera ella quien hiciera algo.
—Estoy segura de que su padre está nadando ahí fuera para encontrarlo.
Prim no picó.
—Los papas no cuidan de los bebés.
—Claro que lo hacen —dijo Peeta—. Si yo fuera un papá pez, vendría a buscar a mi bebé.
Prim miró a Peeta durante unos momentos.
—¿Y estarías buscándolo hasta que lo encontraras?
—Claro. —Miró a Katniss, luego de nuevo a Prim—. Si supiera que tengo un bebé, no lo abandonaría nunca.
Prim inhaló por la nariz y observó el charco.
—¿Qué ocurre si muere antes de que suba la marea?
Peeta agarró el cubo de Prim, tiró las conchas y cogió al pez diminuto.
—¿Adónde lo llevas? —preguntó Prim.
—Voy a llevar a tu pececito con su padre —le dijo, y se fue hacia la orilla—. Quédate aquí con tu madre.
Katniss y Prim se subieron a una roca plana para observar cómo Peeta vació el cubo en el océano.
—¿Crees que el pececito encontró a su papá? —preguntó Prim.
Katniss contestó sin apartar los ojos del enorme hombre que llevaba un pequeño cubo rosa.
—Estoy segura de que lo hizo.
Peeta caminaba hacia ellas con una sonrisa en la cara. Peeta «Muro» Mellark, el infame y enorme jugador de hockey, el héroe de muchachitas y el salvador de pececitos, se las había arreglado para subir en la escala de Katniss y había pasado de ser peor que tener el pelo hecho un desastre a ser agradable.
—¿Lo encontraste?—pregunto Prim
—Sí, y pude ver lo contento que estaba de ver a su bebé.
—¿Cómo supiste que era su papá?
Peeta le dio a Prim el cubo y luego la tomó de la manita.
—Porque se parecen.
—Ah, sí. —Ella ladeó la cabeza—. ¿Qué hizo cuando vio a su bebé?
Él se detuvo delante de la roca donde Katniss los aguardaba y la miró.
—Bueno, dio un buen salto y luego se acercó y nadó alrededor del pececito sólo para asegurarse de que estaba bien.
—Yo también lo vi hacerlo.
Peeta sonrió y los ojos se le llenaron de arruguitas.
—¿De veras? ¿Se veía bien desde aquí?
—Sí. Voy a buscar la toalla porque me estoy congelando —anunció y miró playa arriba.
Katniss le escrutó la cara e imitó su sonrisa.
—¿Cómo se siente ser un héroe? —le preguntó.
Peeta la agarró por la cintura y la bajó con facilidad de la roca mientras Katniss se sostuvo en sus hombros.
—¿Soy tu héroe? —preguntó Peeta en un susurro sedoso. Era peligroso.
—No. —Ella dejó caer las manos a los costados y dio un paso atrás. Era un hombre grande y fuerte, pero era muy amable y compasivo con Prim. Lo que lo convertía en alguien más peligroso y si no tenía cuidado, podría hacer que se olvidara del doloroso pasado que tenían en común—. No me gustas, ¿recuerdas?
—Ajá. —Su sonrisa le dijo que no la creía ni un ápice—. ¿Recuerdas cuando estuvimos juntos en la playa, en Copalis?
—¿Qué quieres que recuerde?
—Me dijiste que me odiabas y mira cómo acabamos.
—Entonces es bueno que me encuentres completamente resistible.
Él deslizó la mirada por sus pechos y luego volvió la mirada hacia la costa.
—Sí, es bueno.
Cuando los tres regresaron a la casa, Peeta insistió en hacer el almuerzo.
Katniss estaba exhausta. Buscó la cómoda tumbona de la terraza y se acurrucó con Prim en su regazo. Peeta se sentó en una silla a su lado y los tres se pusieron a mirar el océano, contentos con el mundo.
Katniss saboreó la tranquilidad que los rodeaba, aunque no podía decir que el hombre que se sentaba a su lado fuera una compañía particularmente relajante. Peeta poseía una presencia demasiado apabullante y, además, tenían un pasado doloroso que intentaba por todos los medios no recordar, pero esa casa en la costa maquillaba muy bien los problemas que tenían en algunos momentos.
Los sonidos relajantes y la brisa suave y apacible sosegaron a Katniss hasta dejarla dormida y cuando se despertó se encontró sola. Una manta le cubría las piernas. La apartó a un lado y se levantó.
Peeta y Prim no estaban en la playa. Movió la mano y una astilla afilada se le clavó en el dedo. Le dolía, pero tenía una preocupación más apremiante.
Katnitss no creía que Peeta se llevara a Prim a ningún sitio sin decírselo a ella primero. Pero, por otro lado, no era el tipo de hombre que pensara que necesitaba permiso. Bueno, si Peeta se había largado con su hija, entonces Katniss tenía todo el derecho a asesinarlo y que se considerara un homicidio justificado. Pero al final no tuvo que matarlo. Los encontró a los dos en el gimnasio.
Peeta estaba sentado en una moderna bicicleta estática, pedaleando con un ritmo constante. Miraba a Prim que estaba sentada en el suelo.
—¿Por qué vas tan rápido? —preguntó Prim.
—Hace que aumente mi resistencia —contestó por encima del suave zumbido. Él aún llevaba puesta la camiseta de color aceituna y durante un segundo eterno Katniss se permitió  disfrutando del placer de mirarle.
—¿Qué es la resistencia?
—Es el tiempo que aguanto. Lo que un tío necesita para no quedarse sin fuerzas en el hielo y poder patear el culo a los jovencitos.
Prim contuvo la respiración.
—Lo has hecho otra vez.
—¿El qué?
—Dijiste una palabrota.
—¿Lo hice?
—Sí.
—Lo siento. Tendré que esmerarme más.
—Eso es lo que dijiste la última vez —se quejó Prim desde el suelo.
Él sonrió.
—Lo haré mejor, entrenadora.
Prim guardó silencio por un momento antes de decir:
—¿Sabes qué?
—¿Qué?
—Mamá tiene una bicicleta como ésa —señaló en dirección a Peeta—. Pero no la usa.
La bicicleta de Katniss no era como la de Peeta. No era tan cara, aunque
Prim estaba en lo cierto, no la usaba. De hecho, ni se había montado en ella.
—Oye —dijo, entrando en la habitación—, uso esa bicicleta todos los días. Es estupenda para colgar las camisas.
Prim giró la cabeza y sonrió.
—Nos estamos entrenando. Yo fui primero y ahora es el turno de Peeta.
Peeta la miró. Los pedales de la bicicleta se detuvieron.
—Sí. Ya lo veo —dijo ella, deseando haberse cepillado el pelo antes. Estaba segura de que daba miedo.
Peeta no habría estado de acuerdo con ella. La encontraba adorablemente desaliñada con las mejillas sonrojadas por el sueño. Su voz fue un poco más ronca de lo habitual.
—¿Cómo te ha sentado la siesta?
—No sabía que estaba tan cansada. —Se peinó el pelo con los dedos y sacudió la cabeza.
—Bueno, mantener el ritmo de las ocurrencias de esta pequeña puede ser agobiante —dijo Peeta mientras se preguntaba si ella estaba haciendo a propósito esas cosas con su pelo.
—Mucho. — Katniss se acercó a Prim y le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie—. Vamos a ver si encontramos algo que hacer y dejamos que Peeta termine.
—Ya acabé —dijo mientras se levantaba. Al hacerlo deslizó la mirada por sus pechos intentando no quedarse mirando su escote como si fuera un alumno de secundaria. No quería que lo atrapara mirando sin disimulo su cuerpo y pensara que era algún tipo de pervertido bastardo. Era la madre de su hija y, sabía que ella no tenía una opinión demasiado elevada de él. —. En realidad, no pensaba hacer bici hoy, pero Prim y yo nos estábamos aburriendo un poco mientras esperábamos a que te despertaras. Era el Centro de Belleza de Barbie o hacer algo de ejercicio en la bici.
—No te puedo imaginar jugando con las Barbies.
—Pues ya somos dos. — Peeta tenía un problema con sus buenas intenciones: la parte superior del top que ella llevaba puesto minaba su voluntad —. Prim y yo hemos pensado en ir a cenar ostras.
—¿Ostras? — Katniss centró la atención en Prim—. No te gustarán las ostras.
—Claro que sí. Peeta me dijo que sí me gustarían.
Katniss no discutió, pero una hora más tarde, sentados en la marisquería, Prim vio la foto de las ostras en el menú y arrugó la nariz.
—Son asquerosas —dijo. Cuando la camarera llegó a su mesa, Prim le pidió un sándwich de queso, patatas fritas y salsa de tomate.
Luego la camarera centró su atención en Katniss, y Peeta se acomodó para observar el poder del encanto sureño y de la espectacular sonrisa de Katniss.
Cuando la camarera se fue, él miro a Prim e intentó no fruncir el ceño, pero odiaba ver a su hija con todo ese maquillaje.
La cena resultó muy bien. Charlaron con menos tensión de la que solían, pero la tranquilidad de la noche acabó cuando la camarera colocó la cuenta. Katniss intentó tomarla, pero él la detuvo. Sus ojos se encontraron y Peeta se dio cuenta de que Katniss parecía una mujer dispuesta a remangarse y luchar por la nota.
—Yo pagaré —dijo Peeta—. No quiero discutir —avisó, apretándole la mano.
En vez de oponerse, ella le dejó ganar.
De camino a casa, Prim se quedó dormida. Peeta la llevó en brazos hasta la casa, sintiendo su aliento cálido contra el lateral del cuello. Le habría gustado sostenerla más tiempo, pero no lo hizo. Le habría gustado quedarse mientras Katniss la metía en la cama, pero se sentía fuera de lugar y se marchó.
Katniss vio salir a Peeta mientras le quitaba los zapatos a Prim. Le puso el pijama y la acostó. Luego se fue en busca de él. Quería preguntarle si tenía pinzas para quitarse la astilla del dedo y tenía que hablar con él sobre el dinero que se estaba gastando en ellas. Quería que dejara de hacerlo. Podía pagarse sus gastos. Y también podía pagar los de Prim.
Encontró a Peeta de pie al lado de la ventana, mirando el océano.
El sol de poniente lo iluminaba con un resplandor ígneo, haciéndole parecer más grande aún. Cuando entró en la habitación, Peeta se giró hacia ella.
—Necesito hablar contigo sobre una cosa —dijo caminando hacia él, preparada para discutir.
—Sé lo que vas a decirme, así que borra ese ceño de tu preciosa cara. Puedes pagar la próxima vez.
—Ah. —Se detuvo delante de él. Había ganado sin ni siquiera haber empezado y se sintió desinflada—. ¿Cómo sabías que quería hablar de eso?
—Me has estado mirando de mala manera desde que la camarera colocó la cuenta. Durante unos momentos incluso pensé que ibas a saltar por encima de la mesa para pelearte conmigo por la cuenta.
No podía negar que lo había pensado durante algunos momentos.
—Jamás me pelearía en público.
—Me alegra oírlo. —A la luz grisácea del anochecer le vio curvar ligeramente las comisuras de los labios—. Porque podría gustarme.
—Ya —dijo, poco dispuesta a seguirle el juego—. ¿Tienes unas pinzas?
—¿Para qué? ¿Para depilarte las cejas?
—No. Se me ha clavado una astilla.
Peeta entró en el comedor y encendió la luz de encima de la mesa.
—Déjame ver.
Katniss se hizo la sueca.
—No es gran cosa.
—Déjame verlo —repitió.
Con un suspiro se dio por vencida y extendió la mano y le mostró el dedo.
—No es tan malo como parece —anunció.
Peeta se apoyó más cerca para ver mejor; sus frentes casi se tocaban.
—Es enorme.
Con el ceño fruncido le dijo:
—Espera un momento. —Salió de la habitación y regresó con unas pinzas—. Siéntate.
—Puedo hacerlo yo.
—Sé que puedes. Pero yo puedo hacerlo con más facilidad porque puedo usar las dos manos. — le señaló una silla— Prometo que no te lastimaré.
Con cautela tomó asiento y tendió la mano hacia él, manteniendo a propósito la distancia de un brazo entre ellos. Peeta acortó la distancia acercando la silla hasta que las rodillas de Katniss chocaban con las de Peeta. Tan cerca estaba que ella tuvo que apretar las piernas para que no rozaran el interior de los muslos de él. Ella se reclinó todo lo que pudo cuando él colocó la mano de ella sobre su palma y le apretó la yema del dedo.
—Ay. —Trató de liberarse, pero él la agarró más fuerte.
La miró.
—Es imposible que te haya dolido, Kat.
—¡Sí que duele!
Él no discutió, pero tampoco la soltó. Bajó la mirada y continuó escarbando en la piel con las pinzas.
—Ay.
De nuevo él levantó la vista y la miró por encima de las manos.
—Llorona.
—Imbécil.
Él se rió y meneó la cabeza.
—Si dejaras de comportarte como una muñequita, esto sería más fácil.
—¿Una muñequita? ¿Cómo se comportan las muñequitas?
—Mírate en el espejo.
Ella intentó liberar la mano otra vez.
—Relájate —le dijo Peeta mientras continuaba trabajando en la astilla—. Parece como si estuvieras a punto de saltar de la silla. ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Apuñalarte con las pinzas?
—No.
—Entonces relájate, está casi fuera.
«¿Relajarse?». Él estaba tan cerca que invadía su espacio. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de sus muslos a través de los vaqueros y el delgado algodón de su vestido. Relajarse con él tan cerca era imposible. Katniss levantó la vista y miró la sala de estar. Haymitch y su gran pez azul le devolvieron la mirada. Los recuerdos que tenía del abuelo de Peeta incluían a un agradable caballero mayor. Se preguntó qué sería de él ahora y qué pensaría cuando se enterara de la existencia de Prim. Se decidió a preguntar.
Él no la miró, sólo se encogió de hombros y le dijo:
—Aún no se lo he dicho ni a mi abuelo ni a mi madre.
Katniss se quedó sorprendida. Siete años atrás había pensado que Peeta y Haymitch estaban muy unidos.
—¿Por qué?
—Porque no hacen más que darme la lata para que me case otra vez y forme una familia. Cuando se enteren de la existencia de Prim, saldrán disparados para Seattle y quiero tener tiempo para conocer a Prim antes de que sea abordada por mi familia. Además, acordamos esperar para decírselo a ella, ¿recuerdas? Y con mi madre y Haymitch merodeando a su alrededor, Prim podría sentirse incomoda.
«¿Casarse otra vez?». Katniss no había oído nada de lo que él había dicho después de pronunciar esas dos palabras.
—¿Estuviste casado?
—Sí.
—¿Cuándo?
Él le soltó la mano y dejó las pinzas sobre la mesa.
—Antes de encontrarme contigo.
Katniss se miró el dedo, la astilla ya no estaba.
—¿La primera vez?
—Las dos veces.
Katniss se sintió confundida.
—¿Las dos veces?
—Sí. Pero creo que el segundo matrimonio no debería contar.
Ella seguía sin entenderlo. Involuntariamente arqueó las cejas y abrió la boca.
—¿Te has casado «dos veces»? —Sostuvo en alto dos dedos—. ¿Dos veces?
Peeta frunció el ceño.
—Dos no son tantas.
Para Katniss, que no se había casado nunca, dos sonaba a mucho.
—Como te dije, el segundo no cuenta. Sólo estuve casado el tiempo que tardé en divorciarme.
—Caramba, ni siquiera sabía que habías estado casado.
Comenzó a hacerse preguntas sobre las dos mujeres que se habían casado el padre de su hija. El hombre que le había roto el corazón. Y como no podía marcharse sin saberlo, le preguntó:
—¿Dónde están ahora?
—Mi primera esposa, Linda, murió.
—Lo siento —dijo Katniss quedamente—. ¿Cómo murió?
Él clavó los ojos en ella durante mucho rato.
—Sólo murió —dijo, dando por zanjado el tema. —Y no sé dónde está Delly Cartwright. Estaba muy borracho cuando me casé con ella. Y supongo que también cuando me divorcié.
—¿Delly era una...una artista?
—Era bailarina de striptease —dijo Peeta.
Si bien Katniss lo había adivinado, le causó una enorme impresión oír la confesión.
—¡En serio! ¿Y cómo era?
—No la recuerdo.
—Ah —dijo ella, con la curiosidad insatisfecha—. Nunca he estado casada, pero creo que lo recordaría. Debías de estar muy borracho.
—Ya te dije que lo estaba. —Chasqueó la lengua exasperado.
—¿Eres alcohólico? —inquirió, la pregunta se le escapó antes de que la pensara mejor—. Lo siento. No tienes por qué contestarme.
—No importa. Bebía demasiado y tenía la cabeza llena de mierda. Estaba fuera de control.
—¿Te costó dejarlo?
Él se encogió de hombros.
—No fue fácil, pero por mi bienestar físico y mental renuncié a algunas cosas.
—¿Como cuáles?
Él sonrió abiertamente.
—Al alcohol, a las mujeres ligeras de cascos y a la «Macarena». —Se inclinó hacia adelante—. Ahora que conoces mis secretos de familia contéstame a unas preguntas.
—¿A cuáles?
—Hace siete años cuando te compré el billete para casa, creía que estabas en números rojos. ¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo pudiste poner un negocio?
—Cntesté a un anuncio de periódico de Catering Cresta. —Luego, porque él había sido tan sincero con ella añadió un pequeño detalle que nadie más conocía, salvo Annie—. Y poseía un diamante que vendí por diez mil dólares.
Él no se sorprendió.
—¿De Snow?
—Snow me lo regaló. Era mío.
Una sonrisa lenta curvó los labios de Peeta.
—¿No quiso que se lo devolvieras?
Katniss cruzó los brazos y ladeó la cabeza.
—Claro que quería y yo se lo iba a devolver, pero él donó toda mi ropa al Ejército de Salvación.
—Vaya. ¿Cómo es que tenía tu ropa?
—Cuando me fui de la boda, dejé todo.  Lo único que tenía era ese estúpido vestido rosa.
—Sí. Recuerdo aquel vestidito.
—Cuando le llamé para preguntar por mi ropa, no quiso hablar conmigo. Le dijo a su ama de llaves que dejara el anillo en las oficinas. Ella tampoco fue muy amable, pero por lo menos me dijo lo que había hecho con mis cosas. —Katniss no estaba especialmente orgullosa de haber vendido el anillo, pero Snow había tenido la culpa. —Tenía que volver a comprar todas mis ropas y no tenía dinero.
—Así que vendiste el anillo.
—A un joyero que se sintió sumamente feliz de comprármelo por la mitad de precio. Cuando conocí a Annie, su negocio no marchaba demasiado bien. Le di un montón de dinero para pagar algunas deudas. Ese dinero ayudó, pero he llegado hasta donde estoy con mi trabajo.
—No te estaba juzgando, Kat.
No se había dado cuenta de que sonara tan a la defensiva.
—Puede que algunas personas lo hicieran, si supieran la verdad.
La diversión brilló en sus ojos.
—¿Cómo voy a juzgarte? Jesús, me casé con Delly Cartwright.
—Cierto. —Katniss se rió —. ¿Sabe Snow algo de Prim?
— Todavía no.
—¿Qué crees que hará cuando lo descubra?
— Snow es un hombre de negocios muy listo y yo soy su jugador más valioso. No creo que haga nada. Han pasado siete años. Por supuesto, no va a ponerse a saltar de alegría cuando sepa de la existencia de Prim, pero trabajamos bastante bien juntos. Además, ahora está casado y parece feliz.
Katniss esperaba que Peeta estuviera en lo cierto y que Snow fuera feliz. Ella no le guardaba rencor.
—Contéstame otra cosa.
—No. Contesté a tu pregunta, ahora es mi turno.
Peeta negó con la cabeza.
—Te conté lo de Delly y mi dependencia del alcohol.  Así que me debes un secreto
—Vale.
—El día que trajiste las fotos de Prim a mi casa mencionaste que te sentías aliviada de que le fuera bien en la escuela. ¿Qué quisiste decir? —Ella no quería hablar de su dislexia con el—. ¿Es por qué piensas que soy un deportista estúpido? —preguntó.
Su pregunta la sorprendió. Aparentaba estar calmado y frío como si su respuesta no tuviera importancia. Pero presintió que le importaba más de lo que él quería que supiera.
—Siento haberte llamado estúpido. Sé lo que es ser juzgado por las apariencias.
Mucha gente tenía dislexia, se recordó a sí misma, pero no se le hacía más fácil revelárselo.
—Mi preocupación por Prim no tenía nada que ver contigo. Cuando era niña, no me iba bien en la escuela. Las letras y los números me daban bastantes problemas.
El permaneció inexpresivo. No dijo nada.
—Pero deberías haberme visto en la escuela para señoritas —continuó, esforzándose por mantener el tono superficial de su voz e intentando arrancarle una sonrisa—. Puede que fuera la peor bailarina del curso, pero destaqué en modales. De hecho, fui la primera de la clase.
—No lo dudo ni por un segundo.
Katniss se rió y bajó un poco la guardia.
—Mientras otros niños aprendían de memoria la tabla de multiplicar, estudié cómo poner la mesa. No tengo ningún problema en distinguir entre la cubertería del almuerzo y la de la cena, pero palabras como «los» y «sol», o «nos» y «son», aún me dan pánico.
Peeta entrecerró los ojos.
—¿Eres disléxica?
Katniss se enderezó.
—Sí. —Sabía que no debería sentir vergüenza. Aun así añadió—: Pero he aprendido a hacerle frente. Las personas dan por supuesto que alguien que tiene dislexia no puede leer. Pero no es cierto. Aprendemos de manera diferente. Leo y escribo como la mayoría de la gente, aunque las matemáticas nunca serán mi fuerte. Ser disléxica no me molesta demasiado.
Clavó los ojos en ella un momento.
—Pero te molestó cuando eras niña.
—Claro.
—¿Te hicieron pruebas?
—Sí. Aunque no lo recuerdo demasiado bien. —Ella echó hacia atrás la silla y se puso de pie, sintiendo cómo crecía el resentimiento en su interior. Y también sintió la vieja amargura hacia el doctor que había trastocado su joven vida—. Le dijo a mi abuela que tenía una disfunción en el cerebro, no es que estuviera equivocado del todo, pero era un término bastante rudo y generalizado. —Se encogió de hombros como si en realidad no tuviera importancia —. El doctor dijo que nunca sería demasiado lista. Así que crecí sintiéndome retrasada y un poco perdida.
Peeta se levantó lentamente y volvió a entrecerrar los ojos.
—¿Nadie le dijo nunca a ese médico de mierda que se fuera a joder a su madre?
—Yo... yo... —tartamudeó Katniss sorprendida por su cólera—. No puedo imaginar a mi abuela usando esa palabra con J. Era baptista.
—¿No te llevó a otro médico? ¿A cualquier otra parte? ¿A otro especialista? ¿No hizo ninguna jodida cosa más?
—No. —«Me matriculó en una escuela para señoritas», pensó.
—¿Por qué no?
—No creo que pensara que se pudiera hacer más. Eran otros años y no existía tanta información como ahora. Pero aún hoy, a los niños se les diagnostica mal algunas veces.
—Bueno, eso no debería ocurrir. —La mirada de Peeta vagó por su cara, luego la volvió a mirar a los ojos.
Él todavía tenía cara de disgusto, pero no se le ocurría ninguna razón por la que a él pudiera importarle. Esta era una faceta de Peeta que jamás había visto. Una faceta compasiva. Ese hombre que tenía delante, el hombre que se parecía a Peeta, la confundía.
—Debería irme ahora a la cama —dijo en voz baja.
Él abrió su boca para decir algo, luego la cerró otra vez.
—Dulces sueños —le dijo finalmente, y ella se marchó.
Pero Katniss no soñó con los angelitos. No soñó con nada. Se quedó en la cama, con la mirada fija en el techo y escuchando la respiración regular de Prim en la cama de al lado. Permaneció despierta, pensando en la fiera reacción de Peeta. Cada vez se sentía más confundida.
Pensó en las esposas de Peeta, sobre todo en Linda. Katniss se preguntó qué clase de mujer podía haber inspirado tal amor en un hombre como Peeta. Y se preguntó si habría alguna mujer en algún sitio que pudiera ocupar el lugar de Linda en el corazón del deportista.
Al pensar en eso se dio cuenta de que la verdad era que esperaba que no pasara.
No le agradaban en absoluto esos sentimientos, pero no podía negarlos. No quería que Peeta encontrara la felicidad con alguna mujer flaca. Quería que se arrepintiera del día en que se había deshecho de ella. Quería que se diera de tortas el resto de su vida. No es que quisiera estar otra vez con él porque, claro está, ella ni siquiera consideraría esa opción. Sólo quería que sufriera. Quizá entonces, cuando hubiera sufrido lo suficiente, le perdonara por ser un imbécil insensible y haberle roto el corazón.
Quizá.

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