El escultor de almas

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Akaashi Keiji odiaba la navidad, le desagradaban los fingidos rostros de la gente tratando de reflejar una bondad que no presentaron el resto del año o la frialdad de repartirse regalos sin siquiera verse a los ojos.

Pero, sobretodo, odiaba que le recordara lo solo que estaba.

No podría definir a su familia como perfecta, no obstante, era lo que necesitaba. Su madre había fallecido tras tenerlo, pero su padre compensaba su falta con gran cariño y atención. Una pequeña familia de dos, a la cual le gustaba pasar las navidades de forma tranquila frente a la chimenea mientras comían galletas.

No había palabras más allá de las necesarias, o tal vez si las había, pero eran tan silenciosas que no escapaban de los labios.

Cada navidad recibía un paquete de distintos tamaños, diseños y colores. Lo abría ante la mirada cariñosa de su padre, encontrándose siempre con una figura de madera construida por él.

El primer año fue un reno, el segundo un cascanueces, el tercero una bailarina, luego vinieron también un duendecillo, un hada, un yeti y un rey mago.

Antes de darse cuenta, ya había crecido lo suficiente para ayudar a su padre con el taller, sin embargo, aún no lograba alcanzarlo. No era que sus figuras estuvieran mal hechas, por el contrario, había heredado el talento para hacer artesanías, no obstante, por más que se esforzara jamás logró transmitir el sentimiento que parecían irradiar las de su progenitor. Éstas parecían hablar con los ojos, parecían moverse cuando apartabas la vista, parecían...tener vida propia.

Recordaba que la última navidad que pasaron juntos le había preguntado por el secreto de sus artesanías. Había estado tan atento terminando una caja musical que no pudo ver por completo su expresión al escucharlo, pero si supo que sonrió antes de preguntarle de forma tranquila:

—¿Qué es lo que ves cuando haces una figura?

Akaashi pareció pensárselo unos segundos, algo confundido por la obviedad de la pregunta.

—La madera, ¿no?

Su progenitor negó levemente, para después apuntar a su pecho.

—El alma, Keiji— Recuerda su sonrisa y el brillo secreto de sus ojos— ¿Puedes ver el alma de las figuras que haces?

—No puedo hacerlo— El azabache suspiró volviendo al presente.

Ya hacían cinco navidades desde que su padre murió de un infarto al corazón, cinco años desde que tuvo que hacerse cargo del taller y cinco años que llevaba batallando para mantener el negocio en pie, aún cuando muchos seguían desconfiando de él por ser tan joven.

Ahora ya tenía 20 años, pero seguía sin poder regresar el taller a sus tiempos de apogeo. Una que otra persona le compraba, en mayor medida por respeto a la memoria de su padre que otra cosa, sin embargo, cada año con el crecimiento de las grandes tiendas solo veía más cerca el cierre del lugar.

Navidad era una época particularmente difícil considerando toda la gente que pasaba por fuera del local para dirigirse al centro comercial, pero ninguna que se detuviera a ver el destartalado letrero de "Juguetes Fukurodani".

La nieve hacía complicada la entrada y todas las tiendas estaban demasiado llenas como para tomarse siquiera un café, por lo que no tenía más remedio que pasar la fría noche frente a su escritorio, trabajando en nuevos inventos mientras dejaba su café instantáneo enfriando al lado.

—Keiji-kun, yo ya me marcho, ¿estás seguro de querer quedarte aquí?

El azabache se quitó los lentes para ver los ojos cansados de quien era su única asistente, después de todo, solo ella había decidido quedarse tras la muerte de su padre y, aún cuando no podía darle una gran suma de dinero por su trabajo, siempre llegaba con una radiante sonrisa, ni siquiera aparentaba sus más de 50 años con tal energía.

Búhos en NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora