Capítulo 11: Merry Christmas Eve

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"... y como no hay glándulas que segregan cordura

a nadie le queda un santiamén de delirio...

... a todos nos desvela algún pasado

nos enciende un presente

nos conmina un futuro...".

Croquis para algún día – Mario Benedetti.

— No puedes abandonarme.

Rin miró con aprehensión el salón abarrotado de personas. Bebió un gran, gran sorbo de burbujeante champaña, y luego volvió sus bonitos ojos marrones suplicantes a ella.

— No puedo creer que me dejes aquí sola por irte con tu novio, Kagome.

Kagome se encogió de hombros con una de sus sonrisillas de disculpa. Rin soltó un bufido, dando otro sorbo a su copa. Había tanta gente y tantos olores, que las dos habían preferido rezagarse unos minutos en un rinconcito estratégicamente ubicado entre la mesa de las bebidas y las galletas, y la ventana entreabierta. Sin embargo, el aire frío de la noche que se colaba por la rendija no era suficiente para disipar el calor de las personas y de la vieja chimenea en el otro extremo del salón. Rin dio un último mordisco a la galletita de jengibre y se relamió los rastros del glaseado dulce de los labios.

Desde muy temprano en la mañana los familiares habían empezado a arribar a la casa de los Higurashi. Algunos aún continuaban llegando y otros no tardarían en llegar. Unos traían comida, pan dulce, galletas y bebida, y otros en cambio habían ayudado desde la mañana en la cocina a Bankotsu, a su madre y a la madre de Kagome con la cena y los postres. Por otro lado Rin, Kagome y muchos de los más jóvenes habían preferido encargarse de la decoración del salón, de preparar la gran mesa y de seleccionar la música desde muy temprano. Y todo había salido perfecto. Al parecer sería una velada familiar tan agradable como siempre. La cena y los pasabocas eran la perfecta mezcla de comida americana y japonesa para complacer tanto a los paladares más tradicionales, como a los más cosmopolitas. Y desde la repisa de la chimenea, la abuela Kikyo y el padre de Kagome los veían sonrientes en su bonito marco plateado, junto a una fotografía a blanco y negro de los tatarabuelos Paterson. Una única vela dorada rodeada por piñas de pino derramaba su luz titilante sobre sus rostros felices. Justo como en cada Nochebuena.

Rin esbozó una sonrisa melancólica. Cada año, cada celebración de Nochebuena era en honor a ellos. Para honrar sus memorias. Para no olvidarlos ni olvidar a la familia que ayudaron a construir.

Sin embargo, Rin no pudo evitar soltar un largo y profundo suspiro de impotencia pues, el presentimiento de una velada agradable se había ido al traste hacía dos horas. Justo cuando su tía y su prima de Yamaguchi habían descendido de un auto de lujo frente a la casa y entrado al salón cargadas con una montaña de regalos para todo el mundo, y escoltadas por un caballero guapísimo, alto y muy elegante. Se trataba nada más y nada menos que de la gran novedad del año: el flamante esposo de la prima Kikyo, un tal señor Hitomi, un prestigioso abogado de un antiguo bufete en Tokio.

Pero su mortificación no se debía a eso. ¡Oh, no! Su verdadero tormento era que desde entonces su tía, la señora Akiyama, no había hecho otra cosa más que pavonearse por toda la casa presumiendo de su maravilloso yerno rico y, de paso y para desgracia de Rin, ofreciéndose magnánimamente a pedirle al señor Hitomi que por favor le presentara alguno de sus amigos ricos a su pobre sobrina abandonada ad portas del altar.

¡Rin quería morirse!

Sabía que su tía no lo hacía con mala intención, todo lo contrario. Se había propuesto a no permitir que su amada sobrina muriera solterona. Deseaba un marido tan bueno, y rico por supuesto, como el de su hija para ella. Lo cual, paradójicamente, se había convertido en una tortura navideña para Rin.

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