Gula

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Este jueves en la mañana me desperté con hambre y de mal humor. Cuando esta necesidad fisiológica se hace sentir, instintivamente recuerdo a mi única hermana mayor, Laura, a la que con cariño apodé Gula, buscando no sé si resignarme cuando los despiadados monstruos de la Anorexia y la Bulimia se apoderaron de ella.

Justo hoy rumbo al trabajo pasé por La dolce vita, la pastelería que ella fundaría y que traspasaría poco antes de su muerte. El dulce olor a pan recién horneado hizo que el corazón se comprimiera en mi pecho. Entré pretendiendo hacerle un homenaje, comprando una tarta pequeña de fresas y chocolate blanco (una de sus recetas originales) y después de pagarlo me fui comiendo limpiándome las lágrimas de los ojos.

Al recordarla la imaginaba como la veía siempre poco después de que enfermara: fumando un cigarrillo tras otro acurrucada en un sillón, mirando por la ventana de su sala, con la mirada vacía al igual que su estómago, pero con una sonrisa en sus labios y llena de un total control y libertad, que era lo que la mantenía con vida.

Gula desde joven siempre fue muy atractiva. A pesar de ese par de kilos de más que cargaba en las caderas, los hombres volteaban a verla por la calle, ondulando su largo cabello negro y moviendo la cintura como la abeja reina del panal que era nuestro vecindario. Con frecuencia le decían lo guapa que era, hecho que hacía despertar mis celos de hermano hasta el punto de volverme sobreprotector con ella, mi única familia. Después de la muerte de mamá, la obsesión de Gula por adelgazar decantó en una mortal enfermedad que la consumió poco a poco, dejándola a ella en los huesos y a mí carente de todo lazo sanguíneo en este mundo.

Gula tenía un talento especial para la cocina. Preparaba tan ricos postres y aperitivos que a sus 18 años pudo hacerse de su propia pastelería, famosa en toda la ciudad por el toque tan especial que ella le daba. La llamó La dolce vita ya que su sueño era viajar a Italia y estudiar la cocina europea. La vida dulce y relajada, emblema de los italianos, le fascinaba y era su inspiración.

Se compró su propio edificio y arriba de la pastelería ella pudo tener su departamento. Yo aún era pequeño y tenía que quedarme en casa de mis abuelos. Sin embargo, todos los días iba a visitar a mi hermana y comer con ella. Muy temprano por la mañana ponía a calentar los hornos y a kilómetros se podían oler sus deliciosos pasteles. De camino a la escuela me gustaba pasar por allí para recibir un paquete de galletas que me serviría de desayuno.

Antes de que enfermara atendía su pastelería muy arreglada: su cabello negro brillante, sus labios gruesos que siempre llevaban brillo, sus ojos marrones de gruesas pestañas que hechizaban a los hombres que hacían cola en su pastelería para hacerse de un dulce y poder admirarla (aún me lleno de celos sólo de pensarlo). Todas las mujeres que iban a su tienda se hacían sus amigas; simplemente no podían odiar a una persona tan encantadora y dulce como sus postres. Mi hermana tenía todo para ser exitosa y feliz, sin embargo, en el fondo ella no estaba tranquila; un afán de perfección se apoderó de ella y decantó en su perdición.   

Todo empezó con una dieta para bajar de peso “esas galletas que se quedaban en su cadera”. De allí pasó a regímenes más estrictos y menos ortodoxos para adelgazar. Ella se veía y sentía gorda. Pronto las tallas de mi hermana iban disminuyendo mientras mis preocupaciones por ella y las sospechas de que algo no andaba bien aumentaban. Su belleza natural se fue marchitando y mi hermana se llenó de complejos, rituales y silencios.  Un día decidí encararla cuando me llamaron de emergencia porque ella se desmayó en medio de la pastelería. Ya era demasiado tarde: el médico al que la llevé diagnosticó a mi hermana con Anorexia Nerviosa y episodios de Bulimia.

Ateo y Dios. El café de los juevesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora