Ira

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Todos me preguntan que por qué sigo soltero después de terminar mi última relación hace ya casi cuatro años. Después de Irasema, a la que con cariño apodaba Ira, muy ad hoc con su carácter colérico y explosivo, no he vuelto a tener algo duradero con alguien más. Estuvimos poco más de tres años juntos, aunque tomando la intensidad de esos días, para mí bien pudo ser una década la que pasé junto a ella.

Aún recuerdo cuando la vi por primera vez. Un amigo (del que ni recuerdo ya su nombre) me llevó casi a rastras a una de esas fiestas universitarias en la casa de un anónimo, donde abundan el alcohol y las caras desconocidas. Salí a fumar para quitarme un poco el tedio de encima gracias a mi carácter antisocial y allí estaba ella, con esa postura con que la recordaré siempre: la mano izquierda en la cintura mientras que con la derecha sostenía su cigarro mentolado; traía el suéter morado que le quedaba grande, que usaría en tantas ocasiones y sobre el cual me quedaría dormido en muchas más. El cabello negro y largo hasta sus hombros, un tanto despeinado, que después de un mes como pareja teñiría de rojo. Tenía los ojos llorosos y la mirada en otro tiempo y otro espacio, como una gitana que escudriña el pasado, el presente y el futuro en un instante.

Nuestra historia empezó cuando le pedí prestado un encendedor.

- Disculpa, ¿tienes fuego?

- Sería descortés de mi parte negártelo, ¿no crees?

- Sólo si tú así lo ves –le respondí sin dejarme amedrentar -. Puedo ahorrarme este cigarro y ganar unos minutos más de vida sin el cáncer que me provocaría.

- ¿Qué harías con esos minutos extras? –preguntó curiosa dejándose llevar por la conversación.

- No lo sé. Podría usarlos platicando contigo.

Ella sonrió. Después dijo:

- ¡Vaya manera tan peculiar de usar el tiempo hablando con una desconocida! Con 5 minutos más de vida podrías cambiar tu destino.

-  Lo intentaré. Federico. Mucho gusto.

Le extendí la mano. Ella lo pensó unos instantes mirándome a los ojos. Acto seguido tomó mi mano y contestó:

- Irasema.

Ella me ofreció el encendedor y de allí seguimos platicando el resto de la noche sobre lo aburrida y banal que era la fiesta y que no deseábamos entrar una vez más a esa casa llena de alcoholizados. Charlamos sobre política y arte contemporáneo, nuestra canción favorita de The Beatles (la de ella Don´t let me down, la mía Here comes the sun). Después de intercambiar números de teléfono nos prometimos que nos pondríamos de acuerdo para tomarnos un café. Dos días después aquí estábamos tomados de las manos en el Peter Cat, en la misma mesa donde el Todopoderoso y yo hemos hablado en tantas ocasiones de ella, dándole vueltas aún a todo aquello que salió mal.

Ira tenía razón: esos cinco minutos cambiaron mi destino y fueron un parteaguas en mis relaciones, mi trabajo, mi cosmovisión, todo. Una semilla de cinco minutos que floreció en cuatro años de noviazgo, compromisos, fiestas familiares, domingos de maratones de películas, fines de semana en la playa, escenas de celos, peleas, reconciliaciones, llanto, enfrentamientos, gritos, risas, golpes, llamadas a medianoche, te quieros, te extraños. Ira era para mí una montaña rusa que me llevaba del cielo al suelo en cuestión de segundos.     

No es casualidad que este jueves ella saliera a colación justo ahora que me acordaba de ella:

- ¿Qué has sabido de Ira?

- ¿Qué puedo saber de ella? Debe estar en la ciudad de México haciéndole trizas los nervios a su nuevo novio.

- Me asombra tu optimismo, Fefo. No debes desearle a tus exs lo que no te gustaría que te sucediera. ¿Sabías? –me comentó el Todopoderoso a manera de reproche.

Ateo y Dios. El café de los juevesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora