Un parecido asombroso

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Aquel anochecer llegó de Gratz el solemne hijo, de fúnebre rostro, del restaurador de pinturas, con un caballo y una carreta cargada con dos grandes cajas de embalaje, cada una de las cuales contenía varias pinturas. Era un viaje de diez leguas, y, cada vez que llegaba un mensajero de nuestra pequeña capital de Gratz, solíamos aglomerarnos a su alrededor, en el vestíbulo, para escuchar las noticias.

Esta llegada produjo en nuestros apartados cuarteles una auténtica sensación. Las cajas permanecieron en el vestíbulo, y el mensajero quedó al cuidado de la servidumbre hasta que hubo terminado de cenar. Luego, con algunos ayudantes, y armado con un martillo, un escoplo de raspar y un destornillador, se encontró con nosotros en el vestíbulo, donde nos habíamos reunido para presenciar la apertura de las cajas.

Carmilla estaba sentada, mirando con indiferencia, mientras una tras otra las viejas pinturas, casi todas retratos, que habían pasado por el proceso de renovación, salían a la luz. Mi madre perteneció a una vieja familia húngara, y la mayor parte de esas pinturas, que iban a ser restituidas a sus sitios, nos habían llegado a través suyo.

Mi padre tenía una lista en la mano, y la leía a medida que el artista sacaba, revolviendo, los números correspondientes. No sé si las pinturas eran demasiado buenas, pero, indudablemente, sí muy viejas, y algunas de ellas muy curiosas. Tenían, en su mayor parte, el mérito de ser vistas por mí, por así decirlo, por primera vez; ya que el humo y el polvo del tiempo casi las habían borrado.

—Aquí tenemos una pintura que todavía no he visto —dijo mi padre—. En un ángulo, en la parte superior, está el nombre, según me parece leer, de «Marcia Karnstein», y la fecha de «1698»; y tengo curiosidad por ver qué aspecto tiene.

Yo la recordaba; era una pequeña pintura, como pie y medio de altura, y casi cuadrada, sin marco; pero estaba tan ennegrecida por el tiempo que no había podido distinguir nada en ella.

El artista la sacó ahora, con evidente orgullo. Era realmente hermosa; era sorprendente; parecía tener vida. ¡Era la efigie de Carmilla!

—Carmilla, querida, esto es absolutamente un milagro. Ahí estás, viva, sonriendo, a punto de hablar, en esa pintura. ¿No es hermosa, papá? Mira, incluso el pequeño lunar de la garganta.

Mi padre se rio y dijo:

—Indudablemente, el parecido es maravilloso.

Pero desvió la mirada, y, ante mi sorpresa, pareció escasamente chocado por el hecho, y siguió hablando con el restaurador de pinturas, que tenía también algo de artista, y disertó inteligentemente sobre los retratos u otras obras que su arte acababa de sacar a la luz y al color; mientras, yo me iba quedando cada vez más sumida en el asombro a medida que miraba la pintura.

—¿Me permitirás colgar esta pintura en mi habitación, papá? —pregunté.

—Desde luego, querida —dijo él, sonriendo— estoy encantado de que le veas tanto parecido. Debe ser más bonita incluso de lo que yo pensaba, siendo así.

La joven dama no dio muestra de agradecimiento ante este amable discursillo; ni siquiera pareció oírlo. Estaba echada hacia atrás en su asiento; sus hermosos ojos, bajo sus largas pestañas estaban fijos en mí, contemplándome y sonreía en una especie de éxtasis.

—Y ahora puedes leer con toda claridad el nombre; está escrito en ángulo. No es Marcia; parece como si estuviera hecho en oro. El nombre es Mircalla, condesa Karnstein, y allí hay una pequeña corona heráldica, y, debajo, 1698 D. C. Desciendo de los Karnstein; es decir, mamá descendía de ellos.

—¡Ah! —dijo la dama, lánguidamente—. También yo, según creo; una ascendencia muy remota, muy vieja. ¿Vive ahora algún Karnstein?

—Ninguno que lleve el apellido, me parece. La familia se arruinó, me parece, en ciertas guerras civiles, hace mucho; pero las ruinas del castillo están a sólo unas tres millas.

—¡Qué interesante! —dijo ella, lánguidamente—. Pero ¡fíjate qué hermosa luna! —miraba a través de la puerta del vestíbulo, que estaba un poco abierta—. ¿Y si diéramos una vuelta por el patio, y fuéramos a echar un vistazo al camino y al río?

—Fue en una noche como ésta que llegaste aquí —dije.

Suspiró, sonriendo.

Se puso en pie, y, cada una rodeando la cintura de la otra con el brazo, salimos al patio empedrado.

Cruzamos en silencio, lentamente, el puente levadizo, y el hermoso paisaje se abrió ante nosotras.

—¿Y estabas así pensativa la noche que yo llegué? —casi susurraba—. ¿Estás contenta de mi venida?

—Encantada, querida Carmilla —respondí.

—Y has pedido la pintura en la que ves un parecido conmigo, para colgarla en tu habitación —murmuró, con un suspiro, apretando más su brazo alrededor de mi cintura y dejando caer su linda cabeza sobre mi hombro.

—¡Qué romántica eres, Carmilla! —le dije—. Si alguna vez me cuentas tu historia, seguro que consistirá sobre todo en algún gran romance.

Me besó en silencio.

—Estoy segura, Carmilla, de que has estado enamorada; que, en este mismo momento, tienes en curso algún asunto sentimental.

—Jamás me he enamorado de nadie, y jamás me enamoraré —susurró—; a menos que sea de ti.

¡Qué hermosa estaba esa noche a la luz de la luna!

Su rostro tenía una expresión tímida y extraña cuando lo ocultó apresuradamente en mi cuello y mis cabellos, con tumultuosos suspiros que parecían casi sollozos; y puso en mi mano su mano temblorosa.

Su dulce mejilla ardía contra la mía.

—Querida, querida mía —murmuró—, vivo en ti; y tú morirías por mí; te amo tanto...

Me aparté de ella súbitamente.

Ella me miraba con unos ojos de los que había desaparecido todo fuego, todo significado, y su rostro estaba sin color ni expresión.

—¿Es frío el aire, querida? —dijo, soñolientamente—. Estoy casi temblando; ¿he estado soñando? Vayamos dentro. Entremos, entremos.

—Pareces enferma, Carmilla; un poco débil. Seguro que te irá bien un poco de vino —le dije.

—Sí, tomaré un poco. Ya me siento mejor. Estaré totalmente repuesta dentro de unos minutos. Sí, que me traigan un poco de vino —respondió Carmilla, mientras nos acercábamos a la puerta—. Quedémonos a mirar aún unos momentos; es quizá la última vez que veo contigo la luz de la luna.

—¿Cómo te sientes ahora, querida Carmilla? ¿Estás realmente mejor? —pregunté.

Estaba empezando a alarmarme, pensando si no la habría atacado la extraña epidemia que, según decían, había invadido la zona en torno nuestro.

—Papá se afligiría muchísimo —añadí— si pensara que te sientes así sea mínimamente mal sin que se lo digamos. Tenemos a un médico muy hábil que vive cerca; es el que ha estado hoy con papá.

—Estoy segura de que es hábil; pero, mi querida niña, vuelvo a sentirme perfectamente. No me ocurre absolutamente nada, sólo ha sido un poco de debilidad. La gente dice que soy lánguida; soy incapaz de esfuerzos; apenas puedo andar tanto trecho como un niño de tres años; y, de vez en cuando, la poca fuerza que tengo titubea, y me pongo tal como me has visto. Pero, a fin de cuentas, me recupero muy fácilmente; al cabo de unos momentos vuelvo a ser yo misma. Mira cómo me he recobrado.

¡Y, realmente, era cierto! Y ella y yo hablamos mucho, y ella estaba muy animada; y el resto de aquella velada transcurrió sin ninguna reaparición de lo que yo llamaba sus apasionamientos. Me refiero a su loca forma de hablar y de mirarme, que me turbaba e incluso me asustaba.

Pero aquella noche se produjo un acontecimiento que orientó mis pensamientos de un modo totalmente nuevo, y que pareció forzar incluso a la lánguida naturaleza de Carmilla a una momentánea energía.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora