El relato de los hechos

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—De todo corazón —dijo el general, haciendo un esfuerzo; y, tras una breve pausa para ordenarse el tema, inició uno de los relatos más extraños que yo haya oído jamás—. Mi querida niña estaba esperando con gran placer la visita que tuvo usted la bondad de disponer que ella hiciera a su encantadora hija —en este punto hizo una inclinación de cabeza galante, pero melancólica—. Entretanto, teníamos una invitación para visitar a mi viejo amigo el conde Carisfeld, cuyo schloss se encuentra a unas seis leguas al otro lado de Karnstein. Era para asistir a una serie de fêtes que, como recordará, el conde ofrecía en honor a su ilustre visitante, el gran duque Carlos.

—Sí; y muy espléndidas fueron, según tengo entendido —dijo mi padre.

—¡Principescas! Y, luego, su hospitalidad es absolutamente regia. Tiene la lámpara de Aladino. La noche en que empezó mi dolor estuvo dedicada a un magnífico baile de máscaras. Se hizo al aire libre; había lámparas de colores colgadas de los árboles. Hubo un despliegue de fuegos artificiales como ni siquiera París ha presenciado jamás. Y una música... La música, ¿saben?, es mi debilidad... ¡Qué música tan embriagadora! Era quizá la mejor banda instrumental del mundo, y había los mejores cantantes que pudieron reunirse de todos los grandes teatros operísticos de Europa. Mientras uno vagaba por esas tierras fantásticamente iluminadas, con el château a la luz de la luna arrojando por sus largas hileras de ventanas una luz rosada, se oían súbitamente esas voces embelesadoras deslizándose desde el silencio de algún soto o elevándose de los botes del lago. Yo me sentía, mientras miraba y escuchaba, transportado hacia el romance y la poesía de mi primera juventud.

»Cuando terminaron los fuegos de artificio y empezó el baile, volvimos al noble conjunto de salas que se habían abierto para los bailarines. Un baile de máscaras, ¿saben?, es un hermoso espectáculo; pero espectáculo tan brillante como aquél no lo había yo visto antes.

»Era una asamblea muy aristocrática. Yo mismo era prácticamente el único "don nadie" presente.

»Mi querida niña tenía un aspecto realmente hermoso. No llevaba máscara. Su excitación y su deleite añadían un encanto inexpresable a sus facciones, siempre bonitas. Me fijé en una joven dama, espléndidamente vestida, pero que llevaba máscara, que me pareció que observaba a mi pupila con extraordinario interés. Ya la había visto antes, por la tarde, en la gran sala, y otra vez, durante unos pocos minutos, caminando cerca de nosotros por la terraza que estaba debajo de las ventanas del castillo, en actitud similar. Otra dama, también con máscara, vestida rica y severamente, y con un aire soberbio, como de persona de rango, la acompañaba como dueña. Si la joven dama no hubiera llevado máscara, hubiera yo podido, naturalmente, estar mucho más seguro acerca de si realmente vigilaba a mi pobre niña. Ahora estoy totalmente seguro de que sí.

»Estábamos ahora en uno de los salones. Mi pobre y querida niña había estado bailando, y descansaba un rato en una de las sillas que estaban cerca de la puerta. Yo estaba a su lado. Las dos damas que he mencionado se acercaron, y la más joven tomó el asiento contiguo al de mi pupila, mientras que su acompañante se quedaba a mi lado, durante un rato, estuvo hablando en voz baja a la joven que estaba bajo su responsabilidad.

»Valiéndose del privilegio de su máscara, se volvió hacia mí, y, en tono de vieja amistad y llamándome por mi nombre, inició una conversación conmigo, conversación que estimuló mucho mi curiosidad. Aludió a muchos escenarios en que se había topado conmigo: en la Corte, en casas distinguidas. Se refirió a pequeños incidentes en los que hacía tiempo que yo no pensaba, pero que, según descubrí, habían permanecido dormidos en mi memoria, ya que, a sus palabras, cobraban vida inmediatamente.

»Cada momento sentía yo mayor curiosidad por averiguar quién era. Paró mis intentos de descubrirlo de un modo muy hábil y gracioso. El conocimiento que demostraba tener de distintos episodios de mi vida me parecía casi inexplicable; y parecía obtener un placer nada ilógico frustrando mi curiosidad y viéndome tropezar, en mi impaciente perplejidad, en estas y aquellas conjeturas.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora