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Anochecía cuando Natalia vio marcharse al joven abogado. Parecía que había salido con buen pie de la reunión con su hija Dácil. La verdad es que el joven señor Martín la había impresionado. Con la cantidad de advertencias que su padre le debía de haber dado con respecto a los Lobera, y aún así se había presentado con buen talante. No sólo eso, había decidido pasar allí la noche en espera de Dácil, porque no quería volver a pasar 4 horas en coche sin motivo. Al final parecía que había conseguido lo que había venido a buscar.

Natalia caminó hasta el despacho, no lo había vuelto a pisar desde la muerte de su suegra Mar, varios meses atrás. Encontró la puerta abierta, pero con un vistazo le bastó para saber que estaba vacío. Nunca le había gustado esa habitación, era tan antigua como la casa misma, y había permanecido inalterada durante siglos a pesar de todas las reformas que había sufrido el resto de la edificación. Incluso había sobrevivido a un incendio. Si la casa tenía un espíritu propio, no dudaba que su nido estaba entre aquellas viejas estanterías, cerca del calor de la chimenea.

¿Dónde podría estar Dácil? Se le vino a la mente un lugar, y sonrió: su hija mayor siempre hacía una de dos cosas cuando necesitaba pensar: y no la había visto salir de la casa. Subió las escaleras hasta el desván, para encontrar abierta la ventana que daba al tejado. Se acercó a ella y se asomó. Unos metros más allá estaba Dácil, sentada sobre las dispares tejas que cubrían el tejado, observando el bosque cercano con la mirada perdida. Con agilidad felina, salió por la amplia ventana y avanzó hacia ella en perfecto equilibrio, para sentarse a su lado en silencio, aguardando a que pusiera en orden sus pensamientos. Dácil era adoptada, la mayor de sus hijos y la que más se parecía a ella a pesar de las circunstancias... o debido a ellas. Pero como de costumbre, no tardó en romper el silencio de la noche.

—Mamá ¿Sabes que Matilde murió y me dejó una herencia? —Dácil no había apartado la mirada de las oscuras formas que eran ahora los árboles del bosque, y hablaba con tono pensativo.— Me legó una casa de campo vieja, algo de dinero y una carta.

—¿Una carta? Vaya... qué inesperado. —El tono de Natalia era cuidadoso, como Dácil esperaba, mostraba cierta desconfianza.

—¿Qué crees que puede decirme en la carta?

—No lo sé. —Alzó un brazo y rodeó los hombros de su hija.— Puede ser cualquier cosa, comenzando por una explicación de por qué te abandonó, disculpas y eso. Tal vez con los años la corroyera el remordimiento, a fin de cuentas no deja de ser tu madre, y una madre nunca puede olvidar a sus hijos, aunque lo intente. —Hizo una pausa prolongada, dando oportunidad a Dácil de decir algo al respecto. Cuando fue evidente que no lo haría, añadió en tono cauto:— Quizás en la carta están los datos de tu posible sucesor.

—Yo también pensé en eso... otro eslabón generacional en la maldición de la familia Rodríguez.

Natalia se encogió de hombros, con indiferencia.

—Sí, pero ya ves lo bien que nos ha ido a nosotras estando malditas. Hasta le caímos bien a una vieja bruja que adoraba coleccionar maldiciones. —Natalia sonrió, su suegra y ella siempre se habían llevado bien, pero habían cosas que no podían ser negadas: Mar había sido toda una bruja.— Aunque gracias a eso tuvimos su aceptación desde el principio para formar parte de esta Familia, con sus más y sus menos, como toda familia. No puedo decir que haya sido un mal trato.

—Lo sé pero... ¿Y si aparece otro niño maldito?

Natalia dedicó una sonrisa amable a Dácil, que no ocultaba el sarcasmo que impregnaba a sus palabras.

—Cuando eso suceda te localizarán, te ofrecerán amablemente que lo cuides, porque sus padres querrán librarse de él en cuanto vean que nada puede combatir la maldición. Y lo mejor para el niño será que te lo quedes. —Hizo una pausa, recordando viejos sucesos— A ti te alejaron cuando eras bastante pequeña. Mis padres tenían más esperanzas en curarme, y probaron muchas cosas. Visité tantos brujos, médiums y exorcistas que al final ya sabía qué rito iban a hacerme con sólo ver los preparativos. Fue Cristóbal el que vino a buscarme, nadie lo llamó. Yo ya tenía diecisiete años, y el decidir irme con él fue la mejor elección que he hecho en mi vida. Quién sabe si hubiera vivido mucho más si hubiera seguido tomándome los brebajes de los curanderos y participando en los rituales que me hacían... los últimos ya estaban siendo algo... tenebrosos.

Dácil miró a su madre, cuyo rostro reflejaba dolorosos recuerdos. Apoyó su rostro en su hombro, rodeándola con un brazo para consolarla. Era probable que se debiera a los efectos de la maldición, o quizá a la explicación de Nuria, su amiga bióloga que le dio un discurso hacía años sobre la deriva y la “lotería” genética. La causa era lo de menos, pero cuando la gente las veía juntas, nadie dudaba del parentesco entre Dácil y Natalia. Ambas eran altas, con cuerpos atléticos, rasgos similares... e iris dorados. Tenían una presencia que intimidaba con facilidad a las personas, aunque el mal carácter y el genio pronto era único de Dácil. Natalia era mucho más risueña: una mujer alegre y difícil de enfadar ahora que finalizaba su cuarta década de vida. Pronto cumpliría los cincuenta años, pero su rostro apenas estaba surcado por las marcas del tiempo, y tan sólo alguna cana desafiante interrumpía su oscuro cabello rizado.

En la familia de Natalia (familia biológica, claro está) existía una maldición, que aparecía en una persona de cada generación, aunque se manifestaba e intensificaba a medida que se desarrollaba, normalmente los afectados ya mostraban claros indicios de ella durante la infancia. La familia tendía a deshacerse de los niños, dejándolos al cuidado del “maldito” de la generación anterior. Nadie conocía los orígenes de la maldición, pero llevaba en la familia desde hacía siglos. Y se sabía que matar al afectado traía funestas consecuencias para la familia... por eso simplemente se libraban de ellos, enviándolos lejos, con alguien experimentado capaz de aconsejarlos en su... problema.

No era más que una forma fácil de quitarse una molestia de encima. Los Rodríguez eran una familia de hipócritas y cobardes. Realmente Dácil se sentía afortunada de haber acabado en la Familia Lobera. Su padre adoptivo la había aceptado y al casarse con su madre le había dado su apellido. Aunque con ello se vio atrapada por el abrazo de una familia inmensa... tuvo que hacerse una lista con fotos y esquemas genealógicos para aprenderse las ramas familiares, sus nuevos tíos, tíos abuelos y el tropel de primos hermanos, primos segundos y demás primos lejanos que formaban un abanico de relaciones que nunca antes había creído posible. Al final lo había conseguido memorizar, pero fue más difícil que algunos de sus exámenes de ciencias empresariales.

Natalia la sacó de sus pensamientos con una sonrisa y una invitación:

—¿Te apetece salir a dar una vuelta por el bosque? No habrá luna llena hasta dentro de seis noches. —Su tono era sugerente, y a Dácil le encantaban esas correrías por el campo, a solas con la naturaleza.

—Mmm... Vale, lo cierto es que me apetece, hace tiempo que no salimos a pasear al bosque. La última vez, Papá se acabó enfadando con nosotras.

—Sí, será mejor que esta vez no le traigamos ningún obsequio. —Natalia sonrió con una sonrisa cargada de picardía.

—Será lo mejor, sí. —Ambas cruzaron durante un momento sus doradas miradas y rieron con complicidad. 

Matriarcado (Tríada, primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora