Capítulo II

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"Solo soy un extraño sin alma"

Las vendas blancas que cubrían mis nudillos habían adquirido un color rojo carmesí, sangre seca se esparcía por mis brazos, por mi torso desnudo y mi rostro, pero la sangre no era mía o al menos no del todo, sin signos de vida el hombre yacía tirado en el suelo de concreto en aquel viejo búnker donde Orlov llevaba acabo las peleas clandestinas y sus apuestas.

Me volví el mejor en lo que hacía y Orlov me pagaba muy bien por ello, no solo peleaba y asesinaba para él si no también manejaba su negocio de narcotráfico en San Petersburgo, Orlov era uno de los miembros más antiguos de la mafia roja que su padre le había heredado, me había convertido en un ser despiadado y sin temor alguno a lo que toda esta mierda podría acarrear en mi vida. Para esto había sido entrenado para convertirme en un hombre sin alma.

Crecer en las frías calles de Dikson y sus setecientos sesenta y cuatro habitantes menos uno, fue deprimente, es el asentamiento más septentrional de Rusia y las circunstancias me obligaron a velar por mi propia vida, soy un sobreviviente de la crueldad humana hasta volverme parte de esa crueldad eliminando por completo la poca humanidad que me quedaba.

Mi madre fue una prostituta adicta a una infinidad de sustancias, no sé cómo logró que yo llegara por lo menos a cumplir los cinco años para luego abandonarme a mi suerte, no la odio, tampoco siento lástima por ella, de hecho no siento nada por ella, casi ya no recuerdo su rostro, solo tengo vagos recuerdos de su escuálida silueta, sus rizos rubios enmarañados y asquerosamente sucios, sus ojos cafés cristalizados y perdidos por las sustancias que había consumido, los únicos recuerdos que me quedaban eran esos, esos en los que se drogaba y me dejaba a mi suerte hambriento y apunto de coger una hipotermia.

En verano, el puerto de Dikson recibía una cierta cantidad de embarcaciones y barcos; a mis ocho años me escabullí en uno de ellos hasta llegar a San Petersburgo, allí tenía menos que nada, sucio y harapiento sobreviví los primeros meses de las sobras que encontraba en la basura y luego comencé a robar, en una de las tantas peleas en las que me solía meter salí herido, vagaba moribundo por las calles de la ciudad hasta que mi cuerpo cedió a tantas heridas, cedió al rugido de mi estomago y a la debilidad que se apoderó de mí.

Entonces unas manos tibias acunaron mis mejillas y puede ver unos ojos verdes salpicados de avellana observándome con mucho cariño, una mirada que jamás había conocido, una mirada de compasión, una niña con el mismo color de ojos y cabello rojizo se sostenía de su larga falda, la mujer extendió su pesado abrigo sobre mí y me sonrió con gentileza.

Un hombre corpulento vestido de negro me cargo en sus brazos y me llevaron, curaron todas mis heridas, me dieron calor, alimentaron mi hambre con leche tibia y galletas con chispas de chocolate, era algo simple pero era lo más delicioso que había probado nunca, ese era el primer recuerdo bonito que tendría desde que puedo recordar pero sería prácticamente uno de los pocos.

Lena y Kira me habían dado todo el cariño y el amor que nunca había recibido, era tan ajeno a todo eso que no era capaz de aceptarlo, Orlov en cambio vio algo más en mí, obediencia y obscuridad, y si no me equivoco fue el hincapié para que me acogieran en su seno familiar, me enviaron a la misma escuela con Kira y aún recuerdo las palabras de Orlov "Cuídala como a tu propia vida hijo".

Los años pasaron, Kira y yo nos convertimos en armas mortales, pero su padre nunca la dejó ir a ningún encargo a pesar de que ella se lo rogaba, entrenábamos todos los días después de estudiar inglés, alemán, español y francés, eran los idiomas que Orlov quería que manejáramos, para cuando cumplimos los dieciocho años dominábamos todas las artes marciales y ni hablar de las armas, Kira era increíble tenía una precisión inaudita y su puntería era infalible.

PELIGROSA AMISTAD © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora