Dioses y Héroes

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Steve Rogers siempre había amado la mitología griega. El concepto de dioses y grandes héroes, luchando, amando y entrelazando sus destinos para darle a la raza humana un futuro, era una noción increíble para él. Cuando era niño, admiraba a Hércules, el legendario guerrero que derrotó a todos esos terribles enemigos como el león de Nemea y la Hidra, a veces incluso contra la voluntad de los dioses.

Orfeo había sido otro gran favorito de su mente joven: un artista hábil y sensible que se abrió camino a través del infierno solo para rescatar a su amada. Su corazón siempre se había estrujado dentro de su pecho cada vez que leía la parte de la historia cuando la bella Eurydice regresaba al infierno. ¿Cómo podría ser eso posible? Siempre pensó que él podría haberle dado a la historia un final diferente... Justo como el de Pigmalión y Galatea. Se trataba de un hombre que se enamoró de la escultura que creó, día tras día con tanta paciencia y amor que Galatea se volvió una imagen de perfección. Cuando Pigmalión despertaba a Galatea con un beso, Steve solía sonreír.

Sin embargo, su historia favorita siempre había sido la Ilíada.

Aquiles, el héroe más grandioso jamás conocido, luchó valientemente por la gloria y la fama. Steve podía entender eso, pero era algo con lo que ni siquiera podía soñar. Era solo un niño enfermo criado después de una guerra, que nunca trascendería como un gran guerrero. Su talento nunca fue la violencia, sino el arte, de todos modos.

Encontraba a Helena de Troya intrigante. ¿Cuán hermosa tendría que ser la princesa para inspirar una guerra entre los héroes más grandes de su tiempo? Él jamás podría conocer a alguien así. Sin embargo, su personaje favorito siempre había sido Odiseo, el hombre que ganó una guerra gracias a sus ideas ingeniosas y agudas, y volvió a casa después de muchos años. Bien. El podría hacer eso.

Odiseo tenía a Penélope. La bella reina que lo esperaría, sin importar qué. Era leal e inteligente, y las imágenes de sus libros la retrataban con un cabello castaño largo y sedoso. Sus ojos eran cálidos y encantadores, y era ingeniosa y valiente. Sosteniendo su libro contra su delgado cuerpo, el joven Steve Rogers había pensado que Penélope era, sin duda, la compañera correcta para un hombre como Odiseo. Él suspiró. Tal vez algún día, si era lo suficientemente heroico, podría encontrarse con alguien como Penélope.

La primera guerra lo cambió todo.

Entre el caos y el horror de la Segunda Guerra Mundial, el propio Steve se había convertido en un héroe improbable. No se parecía en nada a esos semidioses griegos, que tenían un origen divino y realizaban hazañas memorables. No había hecho nada excepto ser demasiado terco para decir que no cuando un hombre con una poción mágica se le acercó. Solo había estado tratando de hacer lo correcto toda su vida, pero lo único que se sintió bien en ese momento fue seguir a Bucky a la batalla.

No había sido sobre la fama o la gloria. No era Aquiles, pero tenía algo que necesitaba mantener a salvo. Debía estar al lado de Bucky cuando más importaba. Necesitaba seguirlo, vivir y morir con él... Quizás era como Patroclus.

Steve siempre había sido el segundo en el dúo. Bucky era su sol, y todo en él era brillante y perfecto. Todos amaban a Bucky; los hombres lo obedecían sin dudarlo, y sí. También era increíblemente hermoso. Seguro. Bucky debe ser Aquiles. Él es quien merece fama y gloria. Se merece la inmortalidad. Steve había pensado una noche, bajo las estrellas de las noches heladas en la línea del frente.

Fue devastador.

Steve había estado sentado en la taberna bombardeada, horas después de que eso sucediera. El grupo de rescate había estado buscando a Bucky después de la caída, pero ahora, toda esperanza estaba perdida. Los lobos, habían dicho. Le temblaban las manos y su mirada seguía desenfocada. Nadie se atrevió a interferir cuando el Capitán América se retiró y entró en las ruinas de la taberna.

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