Esa mañana una fina capa de nieve cubría y toda la lluvia del día anterior se había congelado, recubriendo las agujas de los pinos con diseños fantásticos y hermosísimos, pero convirtiendo la calzada en una superficie resbaladiza y mortífera. Aun así todo el tiempo se pasó pensando en volver al mismo lugar, era algo tonto suponer que él estaría allí. Pero se encontró deseándolo.
Llegó, al contrario que la vez anterior, muy despacio. Con cuidado de las placas de hielo bajo sus pies. Era temerario, pero descubrió que no le importaba demasiado.
Por primera vez en mucho tiempo, encontraba algo que no la aburría en la reserva.
Sonrió cuando vio una figura apoyada contra un árbol. Se permitió observarlo desde atrás, era alto, mucho en comparación suya —fácilmente le sacaría dos cabezas—, y delgado, desgarbado pero musculoso.
Ángel.
—De nuevo interrumpo tu paseo —Edward giró fingiendo sorprenderse, aunque lo cierto era que sabía de su llegada desde mucho tiempo atrás.
—O yo el tuyo —contestó con una sonrisa.
Magena buscó con la mirada algún lugar para sentarse y Edward se adelantó, con delicadeza de quitó la chaqueta de cuero beige y la colocó sobre un tronco caído.
Se acercó y se sentó, el silencio los rodeó, al menos a Magena. Él escuchaba sus pensamientos a todo volumen, pero prefería que ella hablara en voz alta.
— ¿En qué piensa Magena Call?
— ¿Call? —Un error, había pasado tanto tiempo escuchando sus pensamientos que no se acordaba de que ella nunca le dijo su apellido.
— ¿Prefieres que te diga solo Magena? —preguntó tratando de obviar el momento.
Asintió sonriendo. No le gustaba su apellido, le recordaba a quien era, o mejor dicho a quién sería su padre.
Instintivamente —estúpidamente, como si él fuera uno de los de su especie— alcanzó su mano para intentar confortarla. Por un segundo, el calor de la piel de Magena quemó la de él. Fue como una corriente eléctrica —obviamente mucho más caliente que unos pocos grados, treinta y siete aproximadamente. El calor pegó en su mano y luego subió el brazo. Ella no alejó la suya propia.
Buscó en su mente, algo que indicara la repulsión a su piel, tan fría como el hielo. Pero solo encontró una sensación reconfortante.
No pudo evitar sonreír con esperanza.
— ¿Hay algún problema con tu apellido?
Suspiró.
—No, no en él en sí — Edward la miró y asintió, instándole a que continuara. Le gustaba escuchar su voz—, es por mi padre.
— ¿Tu padre?
—Sí, yo creo que en la reserva tienen una porra incluso —. A pesar de la gravedad se lo tomaba con humor— Para ver quién es.
—No dejes que los comentarios de los demás te afecten —susurró.
Pensó que era bonita, pero el contraste la luz y la sombra en su rostro y su cabello, era otro nivel; y sus ojos, rebosantes de silenciosos secretos...
Ojos que repentinamente se clavaron en los suyos.
La miró fijamente, tratando de leer todos los secretos.
— ¿Acabas de ponerte lentillas? —preguntó abruptamente. Eran de oro fundido.
—No — Sonrió ante la idea de mejorar su vista, pero se sintió extrañamente helado, por supuesto que había algo diferente en sus ojos desde la última vez que ella los vio. Al resultar tan sencillo estar junto a ella no había tenido que prepararse, ni pasar toda la noche cazando.
La sed había pasado a un segundo plano.
—Oh —musitó— Te veo los ojos distintos.
La última vez que la miró sus ojos eran dorados, ahora estarían adquiriendo tonos más oscuros, aunque quedaba mucho para que fuesen negros.
Otro error.
Se había sentado entre humanos durante dos años en el instituto. Pero ella había sido la primera persona en examinarlo lo bastante cerca para darse cuenta del color de sus ojos.
—Es una lástima, lo de la nieve, ¿no? —dijo, cambiando rápidamente la conversación y copiando aquella que había oído a una docena de estudiantes hoy. Una aburrida, típica conversación. El clima— siempre seguro—. Ella le miró con una obvia duda en sus ojos, y en su mente.
— En realidad, no — le dijo, sorprendiéndolo de nuevo. Reproducía sus pensamientos uno por uno, pero no encontraba alguno que dijera que ella le temía.
¿Por qué no se alejaba corriendo aterrorizada?
—A ti no te gusta el frío —Fingió adivinar.
Ángel.
—En realidad me encanta el frio —negó— la humedad es otra cosa, pero el frío es...—sabía cada palabra que pasaba por ella para describirlo: amable, suave, como una caricia; pero ella buscaba describirlo a la perfección— como estar en casa. Pensaras que estoy loca, pero el frio me hace sentir a gusto.
Él frío es él.
Ella comenzó a mirar sus manos silenciosamente. Esto le hizo sentir impaciente; quería poner la mano debajo de su barbilla y hacerla mirarlo, ver como sus ojos brillaban mientras sin saberlo clamaba "ángel" para él. Pero sería estúpido—peligroso—tocar su piel otra vez.
Repentinamente levantó la vista. Fue un alivio poder ver sus ojos de nuevo.
Tiene dedos de pianista.
— ¿Te gusta la música? —la emoción en sus ojos se hizo evidente, y pensamientos alegres revoloteaban por su mente.
Ella cantando en el baño, en la cocina, en su habitación. Pero siempre sola, sin nadie que apreciara la perfección de su voz.
—Mucho, veo que a ti también —comentó señalando sus manos y dejando de observarlas.
— ¿Tanto se nota? —preguntó, aunque era evidente que sí.
Mordió su labio y reprimió la pregunta que pugnaba por salir.
—Sabes, podría...— Ella lo miró, curiosa e impaciente. Una mirada que cada vez se daba cuenta le gustaba más —podría enseñarte.
— ¡¿En serio?! —Tan solo por la sonrisa que tenía en su cara merecía la pena.
—Claro, algún día puedo enseñarte.
Un mechón de su pelo negro escapó y antes de saberlo estaba alzando su mano y colocándolo tras su oreja.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de la chica, no por temor.
Ángel, su mente gritaba cada vez más alto. Cada una con más firmeza que la vez anterior.
Y cada vez que lo pensaba era música, un fenómeno demasiado hermoso para existir, o al menos para él.