XIII Y la tierra respira

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Reino de Nuante

El palacio se vio reluciente a la luz del amanecer. Lis desayunó en la cocina, que ahora nada tenía que envidiarle a la de su palacio. Salvo quizás la gran abundancia de todo tipo de alimentos. Y la presencia de todo un contingente de siervos a su disposición. Y los finos cubiertos de plata que decoraban las mesas... Lo importante era que ya estaba limpia.

Deambuló de un lado a otro por los pasillos y salones, con sus techos abovedados y sus muros agrietados. Abrió las ventanas para dejar entrar aire fresco y luz. Aún había en el ambiente un frío aroma a humedad y tierra. En el patio delantero ninguna planta requería ser regada, pues no las había. En el patio trasero tampoco. Recordando al caballo volvió al patio frontal. Los aldeanos habían dejado fardos de heno y se sentó a verlo comer. El animal masticaba en total calma las fibras vegetales, ajeno a su alrededor y lo lejos que estaban de su hogar, sin consciencia de que se encontraban tan cerca de una bestia. Sus únicas preocupaciones eran masticar bien ese heno, tragarlo y coger un poco más, igual que Kron.

Las tardes en que galopaba con su caballo por las colinas de su reino, dejando atrás a Riu, llegaron a su mente con añoranza. Sentir el viento en el rostro como si volara, sin otro anhelo que ir más rápido, eso deseaba. Incluso extrañaba lamentarse por no poder salir de los límites de la capital y ver qué había más allá. Ahora tenía mucho menos que eso. Volvió al palacio y fue a los aposentos de la bestia. No lo había visto ni oído desde la noche anterior. No estaba allí y siguió buscándolo en cada habitación. En el tercer piso, al final del ala norte, un angosto y oscuro pasillo terminaba en una habitación con la puerta entreabierta. Allí le vio de pie, mirando por una ventana. Se detuvo en el umbral, sin saber cómo anunciar su presencia.

No fue necesario que lo hiciera.

—Has estado correteando por todo el palacio, haciendo resonar tus pisadas como si fueras una rata —se quejó él—. Una rata gigante y apestosa.

Lis ni siquiera hizo el intento de olerse.

—Yo... Quería saber si puedo salir un momento del palacio —preguntó, mirando la recia espalda de la criatura.

—¿A dónde irás? —Su voz se oyó pausada y suave, tan humana.

—A cabalgar por las llanuras o quizás a la aldea, si es posible.

—No vayas al bosque de las sombras —le advirtió, con la vista fija en algún lugar del horizonte.

—¿Por qué? —Se atrevió a entrar en la habitación—. ¿Qué hay más allá del bosque?

—Tu reino —respondió Desz con simpleza.

Lis enmudeció, sin saber en qué momento había cruzado el bosque.  Una sensación de vértigo le sobrevino y debió tomar asiento. Ciertamente sospechó que algo extraño ocurría luego del episodio con los cerdos, pero también era consciente de que conocía muy poco de su propio reino y de las criaturas que convivían con los humanos. Por ejemplo, jamás había oído de los Tarkuts y ahora tenía uno ante ella.

—No que ya te ibas o, ¿acaso te has acobardado al saber dónde estás?

Lis alzó la mirada y su asombro alcanzó límites insospechados cuando vio a la criatura cargando al pequeño conejo que ella había traído y que imaginó habría terminado tan seco como una pasa. La criatura lo acariciaba y el animalillo se veía sumamente tranquilo en sus brazos.

"¿Qué clase de bestia es ésta?", pensó. Era capaz de matar sin contemplación a un humano, pero acariciaba con ternura a un conejo. Sintió escalofríos y se apresuró a dejar el palacio.

Por la ventana, Desz la vio alejarse, esperando que fuera la última vez que la viera.

∽•❇•∽

Desde la cima de una colina, Lis pudo ver los bastos terrenos del reino de la criatura. De entre los variados paisajes de dipar geografía, sus ojos se clavaron en el horizonte, donde la tierra se fundía con el cielo. Allí estaba la franja oscura que marcaba los límites del mundo conocido, como las rejas de una cárcel, y ahora se enteraba de que por primera vez estaba fuera de esa cárcel. Y estaba viva, como si todas las historias terroríficas sobre el bosque de las sombras no fueran más que fantasías.

La apremiante curiosidad la hizo cabalgar hacia el este, donde el bosque estaba más cerca de los límites del reino, más cerca que nunca antes en su vida. Anduvo por un camino pedregoso y tras cruzar las ruinas de una aldea, se internó en una rala arboleda. Allí, entre los muertos árboles que se volvían cada vez más escasos, pudo ver con claridad al que llamaban bosque de las sombras.

Su natural arquitectura se extendía ante ella como una pared, de bruma y bosque, tan alta que su cabeza se inclinó hacia atrás para verla por completo, tan extensa que parecía no acabar jamás. El caballo se detuvo de golpe a pocos pasos de llegar al primero de sus árboles. El irracional animal también lo sabía, se hallaban frente al límite entre dos mundos. Era la bruma un velo caído desde el cielo, que cubría con su manto el bosque y no sobresalía de él, no se mezclaba con el aire que ellos respiraban. El aire del bosque de las sombras era más frío y húmedo y la tierra más oscura.

Y sus oscuros árboles, que se erigían estáticos como monolitos pétreos, conservaban cada una de sus hojas, mientras el que estaba a sus espaldas las había perdido por completo. No pudo ver más allá de las tres primeras filas de árboles, la bruma se lo impidió. Golpeó con sus talones el vientre del caballo, lista para sumergirse en la indómita espesura.

El animal se negó a avanzar.

Entonces lo oyó. Quizás el caballo lo había oído mucho antes que ella. De manera creciente, el rumor de cientos o miles de voces procedentes del bosque, ninguna de ellas humana, se apoderó del silencio, haciendo temblar la tierra. Y de la tierra negra también surgió un sonido, que avanzó por entre los árboles. El caballo comenzó a retroceder cuando el sonido cruzó la tela de bruma que caía del cielo. Eran garras que raspaban en la húmeda negrura, andando a ciegas, pero sabiendo perfectamente a donde iban.

Al llegar a la tierra clara, iluminada por el sol, Lis pudo verlos. Montículos de tierra trazaban el recorrido de lo que se figuraba como serpientes subterráneas o topos de las sombras.
Primero fue uno, luego dos y tres y cuatro. El caballo relinchó, elevándose en sus patas traseras cuando algo emergió de la tierra. La princesa cayó bruscamente ante los intentos del animal por librarse del resto de criaturas que brotó de los montículos. Aturdida por el golpe, Lis creyó ver unos pequeños hombrecillos, de cuerpo rechoncho y velludo, aferrándose con sus largas extremidades huesudas a las patas del caballo, clavando unos dientes blancos y afilados. El animal brincaba, intentando sacudírselos, entre chillidos de dolor y miedo.

Ella se arrastró por el suelo, sin dar crédito a lo que veía, sin poder despegar su cuerpo de la tierra, sin dejar de oír las voces del bosque. Una de las criaturas se volvió a verla y Lis gritó, presa del terror de hacer contacto visual con unos ojos inhumanos, tan rojos como la sangre. Su grito se expandió por la rala arboleda hasta extinguirse. La grotesca criatura, que se acercaba con lentos movimientos, también gritó, enseñándole una montonera de dientes blancos y afilados, con aspecto de colmillos. Una baba oscura y espesa le escurría por las comisuras, junto con el fétido vapor de su aliento, que pese a la distancia que aún los separaba, Lis pudo oler con repugnancia.

Los dedos de la princesa, que buscaban a tientas por la tierra, tocaron la dureza de la madera y agitó la rama en el aire, intentando disuadir a la criatura de acercarse. Imposibilitado de avanzar caminando, el hombrecillo brincó, abalanzándose sobre ella con los largos brazos extendidos, sin dejar de enseñar sus afilados dientes. Lis cerró los ojos, rogándole piedad a los dioses.

Entre las voces del bosque, los alaridos del caballo, los chillidos de las criaturas y el tamborileo de su corazón, oyó el sonido del viento siendo rasgado y luego un golpe seco. 

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Las consecuencias de la desobediencia.

¿Quién salvará a Lis?

¡Gracias por leer!

El bosque de las sombras I: La ofrendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora