XIX Los pecados del padre

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—¡Por favor, no lo hagas! —imploró Lis, ubicándose entre Desz y su futura presa. 

Temblaba. Las imágenes del cochero y de los otros hombres siendo atacados, se abarrotaron en su mente, pero allí estaba, dispuesta a ir en contra de la criatura.

—¡Te ordené que regresaras al palacio! —gruñó.

—¡No lo haré, no dejaré que lo mates! ¡Yo puedo conseguir sangre para ti, no tienes que hacer esto! —insistió.

Su mirada estaba llena de convicción; su corazón le suplicaba no hacer enfadar a la bestia.

—¡Quítate ahora!

La princesa negó. El hombre se puso de pie tras ella y con un rápido movimiento la rodeó por el cuello. Contra su piel pegó un cuchillo que había logrado esconderse entre las ropas.

La sorpresa de Desz no fue mucha, los humanos eran traidores por naturaleza.

—El rey me prometió que aquí encontraría al culpable del regreso de los Dumas, pero he encontrado algo mucho mejor. Tú, princesa, pagarás por los pecados de tu padre.

—¿De qué hablas? —preguntó Lis, cuyos ojos llenó de terror el acero contra su cuello y el cálido y amenazante aliento que lo bañaba.

—¡Tu padre es un monstruo! Y te rebanaré el cuello igual como él hizo con mi esposa —profirió con ira ciega.

—¡Eso no es cierto! ¡Mi padre jamás haría algo así!

El cuchillo se le incrustó más en la fina piel, comenzando a lastimarla. Y Desz, que veía la escena de venganza con admiración, por fin habló.

—¡Suéltala! —ordenó, avanzando hacia ellos.

—Si... ¡Si te acercas, la mataré! —amenazó, retrocediendo con la aterrada princesa firmemente sujeta.

Los colmillos de Desz habían desaparecido, pero sus ojos resplandecían tras la venda. Era el miedo convertido en carne y avanzaba hacia ellos como la muerte.

—La matarás de todos modos ¿No? ¿Crees que me importa lo que hagas con ella?

El hombre, convencido de que Desz no aflojaría su andar, golpeó la cabeza de la princesa, arrojándola a un costado y se abalanzó contra la criatura. Pese a su debilidad, Desz seguía siendo más fuerte que un humano y no tardó en someterlo sólo con el peso de su cuerpo, quitándole el cuchillo. La ira que refulgía en los ojos del soldado mostró la profunda tristeza que guardaba.

Se había rendido a su destino.

—No podré... vengar a mi esposa... —Lloró amargamente, sintiendo el frío de la muerte cernirse sobre él.

No le temía a la muerte. Él ya estaba muerto. Su vida había terminado cuando vio extinguirse el brillo de los ojos de su amada esposa.

—Camsuq pagará por sus crímenes, yo me encargaré de ello —prometió Desz, acercándose al cuello del hombre.

—Entonces... Que mi vida te dé fuerzas y podamos castigarlo juntos... —Su ceño se frunció cuando los colmillos le perforaron la carne. Poco a poco se relajó en una pacífica expresión, rebosante de calma—. Mi querida Annia... pronto estaré contigo...

Imágenes de toda su corta vida desfilaron frente a sus ojos mientras era drenado como si de una naranja se tratara. Lo último que vio fue el recuerdo de su esposa sonriendo al preparar jugo de naranjas. "Te amo", le había dicho ella.

Poco antes de que su corazón marcara sus últimos latidos, Desz se apartó, limpiándose la boca e inhalando profundamente. Los deseos de venganza del hombre ahora llenaban su cuerpo y le devolvían la fuerza, así como las ganas de aplastar a su enemigo. Y sabía perfectamente, del mismo modo que su reciente presa, que la llave para conseguir aquello era la princesa, que yacía inconsciente a pocos pasos de ellos.

El bosque de las sombras I: La ofrendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora