XI Siervos

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Los lamentos y el llanto de la princesa se extendían por el desolado palacio, por la tierra estéril y abandonada que lo rodeaba como a una tumba vieja.

¿Sería también su tumba?

Abatida, sin consuelo, se preguntó qué le impedía huir ahora que la criatura se había ido. "La misma razón que te hizo regresar con alimento para él", se respondió a sí misma.

Pero, ¿Acaso la partida de la criatura no significaba que la rechazaba como ofrenda? Si era el caso, lo mismo hacía con el trato acordado con su padre y la paz que tanto habían celebrado todos, podría perderse para siempre y sería su culpa, aunque no comprendía del todo qué había hecho mal. ¿Ser ruidosa? ¿Estar sucia? Ya se había aseado como él exigió y estuvo segura de no oler mal. Quizás la criatura pudiera percibir aromas ajenos al olfato humano, no lo sabía. No sabía nada de él salvo que era un monstruo.

Derrumbada junto a los establos cerca de la entrada del palacio, vio al sol surcar el cielo, alargando la sombra del único árbol que había en el lugar, muerto hace quién sabía cuánto. Todo en ese palacio estaba muerto, todo moría allí y ella no sería la excepción si se quedaba.

—Padre... Por favor... regresa por mí... —suplicó con todas las fuerzas que le quedaban.

El correr de unos caballos a lo lejos le anunció la llegada de una gran caravana, que se acercaba velozmente por el eriazo camino que llevaba al palacio. Creyó que el cielo y los dioses en él habían oído sus ruegos. Limpiándose las lágrimas corrió a su encuentro. Y la dicha por esperar ver a su amado padre se convirtió en sorpresa, pues era la criatura quien lideraba la caravana. Entró al patio seguido de varias carretas llenas de aldeanos. Devolvió el caballo de la princesa al establo, mientras hombres y mujeres, cargando múltiples objetos, entraban al palacio.

—¡No!... ¡No entren ahí! —Lis se armó de fuerzas para prevenirlos del destino que aguardaba tras los desolados muros del palacio.

—Déjalos —ordenó Desz, sentándose en el borde de la pileta que había en el centro del patio frontal.

Un limo negro y pestilente era la única evidencia del agua que una vez tuvo.

—¡¿Qué atrocidad es ésta?! ¡¿Qué les harás a esas personas?!

—Nada. Al menos hasta que terminen de limpiar —repuso con cansancio.

Lis miró con mayor detención y vio a los aldeanos cargar escobas y baldes. Sus cabellos estaban cubiertos con pañuelos como los siervos del palacio cuando hacían la limpieza. Qué poder tan oscuro tenía esa criatura para controlar a todas esas personas tal como había hecho con las plantas rastreras. ¿Cuánto poder se ocultaba en el que parecía un inofensivo jovencito?

—¿Cómo?... ¿Cómo logras controlarlos para que hagan tu voluntad? —preguntó asqueada.

—Con oro.

—¡¿Qué?!

—Les di oro a cambio de limpiar el palacio, la mitad antes de venir y la otra cuando acaben, si hacen un buen trabajo, por supuesto.

La princesa también se dejó caer en el borde de la pileta. No creía lo que oía y miró a la criatura para descubrir si se burlaba de ella. La seriedad en el rostro de Desz la dejó con las dudas, era difícil saber lo que estaba pensando. Pagar con oro por un trabajo bien hecho. Eso decía la bestia que sorbía la sangre de seres humanos hasta secarles el corazón. Empezó a dudar hasta de lo que veían sus ojos.

Un rugido bestial rompió el breve silencio entre ambos y Lis se tocó el vientre, avergonzada.

—Tan ruidosa como siempre —se quejó Desz—. Compré provisiones, están en el carruaje.

Los ojos de Lis brillaron y salió con tanta prisa que no alcanzó a agradecerle. Desz tampoco esperaba que lo hiciera.

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El resplandor naranja del atardecer inundaba el cielo y Desz lo contemplaba con admiración, como si se reencontrara con alguien que no veía desde hace mucho tiempo. Después de todo el horror vivido y del cautiverio en la absoluta oscuridad, podía ver el mundo y saber que seguía habiendo belleza en él.

La humana volvió a sentarse a su lado en la pileta. Su corazón latía en calma y su vientre había sido silenciado por fin. En el carruaje había encontrado canastos con muchos alimentos, entre ellos frutas y pan. Este último era blando y le pareció el más delicioso del mundo, pese a que probablemente ni siquiera se comparaba con los que preparaban los expertos cocineros del palacio.

—Gracias —dijo, sin atreverse a despegar la mirada del suelo.

—Tú me trajiste alimento, sólo te devuelvo el favor, no quiero estar en deuda contigo.

Ella asintió.

—Mi señor, ya hemos terminado —informó un hombre mayor, inclinándose ante Desz.

El Tarkut entró al palacio para revisar que todo se hubiera hecho como correspondía.

—Puedo preguntar por qué lo llama su señor ¿Sabe acaso la clase de criatura que es?

—Conozco al rey Desz desde mucho antes que tú llegaras al mundo, muchacha. Él nos acogió en su reino y nos protegió de los peligros del mundo. Ahora que ha regresado, estamos aquí para servirlo.

Desz volvió cargando una bolsa con oro y se la entregó al hombre, quien se encargaría de repartirla entre las decenas de personas que habían ido a limpiar. Incluso pudieron reparar las puertas que habían sido arrancadas.

Aquella noche, Lis se acostó en su lecho con el estómago lleno y sobre sábanas limpias y perfumadas. La inerte habitación le pareció menos inhóspita y oscura. Le habían dejado una vieja lámpara de aceite en la mesita de noche, que iluminaría su vida en aquel palacio. Fue extraño, pero estaba segura de que era así. Ya no sentía tanto miedo como antes.


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Lis parece estar hallando algo de luz en la terrible oscuridad.

¡Gracias por leer!

El bosque de las sombras I: La ofrendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora