XXIII Orden absoluta

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Reino de Nuante

El sol apenas y podía distinguirse en el horizonte cuando el cuerpo fatigado de Lis definitivamente ya no pudo más. Seguía siendo jalada por Desz y estaba por desfallecer.

—Por... Favor... —balbuceó, sin aliento.

Desz detuvo su andar en un claro del bosque. Oía el río cerca y a ninguna criatura que pudiera resultar problemática en los alrededores.

—¡No te muevas de aquí! —Le indicó a Lis el tronco seco de un árbol caído y ella no tardó en sentarse.

Aquellos zapatos tan grandes que llevaba le dificultaban la marcha y los pies le palpitaban dolorosamente. Y su cuerpo temblaba, el aire frío del bosque le helaba las ropas húmedas. Se alivió cuando Desz regresó cargando algunas ramas secas. El Tarkut las acomodó en el suelo y se dio a la tarea de hacer surgir las llamas, frotando unas varillas primero y golpeando unas piedras después.
Lo único que surgió, luego de intentarlo largo rato, fue un gruñido.

Con una mueca de dolor Lis se puso de pie. Las piernas agarrotadas protestaban a cada paso que daba y ya no la llevarían a ningún lugar más. Casi cayó sobre la pequeña hoguera cuando se agachó. Sus rodillas crujieron.

—Yo lo haré —informó, tomando el lugar de Desz.

El Tarkut lo cedió sin reproches. La sencilla tarea de encender la fogata ya lo había fastidiado. Quizás las ramas estuvieran húmedas o las hubiese humedecido él con sus ropas, de todos modos, Lis no lo haría mejor. Se sentó a observarla. Los finos y gráciles dedos de la mujer se movían con inusitada experticia, casi tanta como con la que se aferraban de las salientes, impulsándola hacia arriba en la quebrada. Esas mismas delicadas manos eran las que cargaban con el hacha, descargándola sobre el piso de su palacio.

La mujer no era tan simple como parecía. Y estaba seguro de que más de un dolor de cabeza le debía haber causado a Camsuq durante su vida en Arkhamis. Tal vez por eso se había desecho de ella enviándola con él: dos pájaros de un tiro. Y él mismo se la había pedido. La suerte había dejado de sonreírle hace mucho, al parecer.

Contra todo pronóstico, un fino hilo de humo empezó a surgir de la hoguera y Lis sopló hasta que aparecieron gruesas llamas. Ella sonrió satisfecha.

—¿Desde cuándo las princesas saben encender fogatas?

—Riu me enseñó —dijo ella, acercando sus manos al fuego.

El Tarkut siguió observándola en silencio tras las llamas. Ella no quiso ver el reflejo del fuego en aquellos ojos, que eran tan cambiantes como la luna. Y su aya decía que las mujeres eran inconstantes ¡Ja! Ella no había conocido nunca a un Tarkut. La gentileza con que la había invitado a pasear había sido tan increíble como irreal. Y ella había creído que la llevaría a recorrer las bellezas de su tierra. Es que no había belleza en esas tierras salvo el cielo. Y si andaba por el lugar mirando hacia arriba, terminaría cayendo en un barranco, estaba segura de ello. O en un arranque de furia él mismo la empujaría, ya no le quedaban dudas. La monstruosa criatura, que aparentaba ser un joven apuesto y amable, era en realidad hostil y peligroso. E intentaba penetrar en su mente con sus ojos, dominándola. Ya no lo miraría y dejaría de hablarle también, aunque el silencio acabara por enloquecerla.

—Quítate las ropas.

La orden le llegó como un estruendo,  como una bofetada en medio del silencio del bosque y se negó a creer lo que había oído. Probablemente ya había empezado a enloquecer.

—¿Q-qué?

—¡Qué te quites las ropas, ya!

La bestia llegó a su lado y sin nada de gentileza la jaló de un brazo. Sus intenciones eran obligarla a desnudarse o hacerlo él mismo si ella se negaba. Lis hizo uso de las pocas fuerzas que le quedaban y lucho por evitarlo. Se zafó, azotándose contra el suelo.

El bosque de las sombras I: La ofrendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora