La mudanza se llevó a cabo en el verano.
Rodwell era una comunidad tradicionalista a cierta distancia de la capital, bordeada por algunas praderas y solo un río tan destacable como para aparecer en el mapa. No hacía mucho que se le llamaba ciudad, más a causa de la cantidad de pobladores que otros logros; el desarrollo y distribución emulaba a los pueblos conservadores y la educación pública carecía de título universitario. Aun cuando los automóviles podían encontrarse con cierta familiaridad en las calles, la mayoría prefería prescindir de ellos. En efecto, Rodwell era un lugar promedio en donde escasos acontecimientos merecían nombrarse. A ello debía el favor del señor Richter.
La familia Richter provenía de la gran ciudad, donde el padre llegara a cumplir desde roles políticos hasta empresariales. Su pequeña fortuna se debía a estos últimos y con frecuencia renegaban del privilegio de los primeros, que cumplían con renuencia y que los llevó a mudarse. Eran el padre, la madre y dos hijos varones; con la suficiente jerarquía para codearse con líderes de tanto en tanto, pero dueños de costumbres que se abrían a la clase media. Esto se notaba en la nueva casa, que no merecía especial atención entre el resto del vecindario. Una construcción de un par de décadas, bien conservada, del tamaño correcto para dar cabida a la familia. No alojaba nada ostentoso ni estrafalario, pero nada faltaba.
Pocas horas después de haberse instalado, la señora Richter ya ofrecía su hospitalidad. Entre las visitas se encontraba la viuda Flinigan, una mujer mayor y de maneras recatadas que siempre cargaba con ella un cachorro tan pequeño que le cabía en una mano, adornada por alhajas. La señora Carter era esposa del boticario y presumía de ser un ama de casa ejemplar para vivir en los nuevos tiempos. También se les unió la señorita Duncan y su madre, así como otros cuantos que en su mayoría se marcharon una vez que aparecieron.
Pasaban de las tres cuando las mujeres se encontraban en la sala bebiendo el café de la tarde y degustando repostería que la señora Carter ofreciera como parte de su bienvenida. Mantenían una conversación que cambiaba el tema con rapidez y pocas veces adoptaba migajas de entendimiento entre ellas.
—Créeme, querida, los hijos son mal-agradecidos —decía la viuda Flinigan y daba sorbos a la taza que sostenía en sus manos. Un par de anillos generaban tintineos al golpear con la porcelana—. De pequeños son como los cachorros, te siguen a todas partes e inventan mil formas de tener tu atención. Pero apenas crecen y es una quien debe conseguir que la escuchen.
—Eso es porque estás desactualizada, Marie.
La señorita Duncan, observó la señora Richter, tenía costumbres propias de las nuevas generaciones. Solía dirigirse a sus mayores con la familiaridad de los viejos amigos. No distinguía los buenos tratos de los afectos y su carácter encontraba formas elaboradas para posicionarse sobre los otros.
—Aquí mi madre —continuó la joven— bien puede corroborarlo. Cuando decidió cortar los lazos con la vieja época, las cosas cambiaron.
—¿Por qué tiene uno que cambiar para que alguien lo escuche?
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Para que no te olvides
Teen FictionPara que no te olvides es una historia que te transporta a los años pasados, donde habitan viejos amores y sueños desvalidos. La esperanza es un lujo del que pocos presumen y días cálidos son seguidos por noches de tormenta. La soledad abunda, pero...