Introducción

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Su trabajo como agente encubierto por fin había terminado. Completamente exhausto, sucio y sudado, Pablo Díaz caminaba por los pasillos de la comisaría ubicada en la provincia de Misiones, en dirección a su oficina. Luego de varios meses de investigación, acababa de descubrir dónde se encontraba el integrante clave de uno de los cárteles más buscados de la región. No obstante, aún le faltaba descubrir la identidad del infeliz que, desde dentro, los estaba ayudando. Porque si de algo estaba seguro era de que esos narcotraficantes recibían información de la misma fuerza de seguridad.

Agobiado y decepcionado de tener que lidiar en su carrera con esa clase de personas en más ocasiones de las que le gustaba, se dejó caer en la silla y apoyó los codos en su escritorio. Debía terminar de redactar el maldito informe para poder dormir algunas horas antes de seguir con la investigación. Miró la pantalla mientras esperaba a que su computadora —del siglo pasado— terminara de iniciar. Bufó, exasperado, ante la lentitud de esta y dispuesto a despejar la mente, se levantó para ir en busca de un café bien cargado. Lo necesitaba con urgencia en su sistema o se derrumbaría ahí mismo a causa del cansancio.

—Debería tomarse unos días, inspector Díaz.

La voz áspera del comisario lo sorprendió, ya que no solía quedarse hasta tan tarde. Consciente de que el tortuoso y constante martilleo de su cabeza, que ya comenzaba a desesperarlo, no haría nada más que empeorar, volteó hacia él con el ceño fruncido.

—No, gracias. Aún queda mucho por hacer y nada de lo que logramos hasta ahora servirá si no damos pronto con el traidor.

—Estoy de acuerdo, pero para eso te necesito al cien por ciento, Pablo —insistió con tono más amigable—. Estás agotado y comienza a notarse. Casi se va todo a la mierda hoy cuando te enteraste de que había un topo. Creo que ya hiciste suficiente. Solo necesito que termines ese informe y después, andá a descansar.

Exhaló con agobio. Lo que menos necesitaba en ese momento era ponerse a discutir con su jefe. En especial, porque sabía que no lograría persuadirlo. Estaba por responderle cuando oyó el nombre de alguien cercano a su familia en el televisor que estaba encendido en la sala común. Con grandes letras blancas dentro de un recuadro rojo, las palabras "Último momento" llamaron su atención de inmediato mientras el noticiero informaba respecto al presunto secuestro de la hija del candidato a jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires.

Sintió la tensión en su cuerpo nada más ver aquella imagen en la pantalla. Su corazón se aceleró al oír que aún no tenían noticias por parte de sus captores y que, en el proceso, su custodio había sido herido de gravedad. A continuación, vio que el funcionario pedía por favor por la integridad de su hija, rogando a quienes la tuviesen que no la lastimaran.

Imágenes de ella invadieron su mente de repente trayéndole recuerdos que no sabía que tenía. La veía seguido cuando era más joven, ya que su padre era el jefe de seguridad de la familia Mancini. Sin embargo, desde que se mudó allí, no volvió a encontrarse con ella. Diez años menor que él, solía perseguirlo cada vez que iba. Lo divertía la forma en la que, con apenas ocho años de edad, armaba un sólido argumento justificando un futuro matrimonio entre ambos. Por supuesto que él siempre se las ingeniaba para eludirla debido a que no quería meterse en problemas. Después de todo, era un adolescente en ese entonces.

No supo por qué, pero algo en su interior se removió de solo pensar que pudiese estar en peligro y emociones que ni siquiera sabía que podía llegar a sentir, lo tomaron desprevenido. De pronto, la vibración de su celular en el bolsillo de su pantalón lo regresó al presente. Varios mensajes llegaron juntos, seguramente al captar de nuevo un poco de señal. Uno en particular llamó su atención. Era de su amigo de toda la vida. Llevaban años sin hablarse debido a un distanciamiento entre ellos provocado por las mentiras de una mujer despechada.

El mensaje era breve. Tres letras y tres números, seguidos por cuatro palabras: "Se la llevaron. Encontrala". Sintió que se le helaba la sangre al darse cuenta de lo que le estaba pidiendo. Hacía un par de años que había empezado a trabajar para la familia como guardaespaldas de Daniela. Él era el custodio herido y el mensaje había sido enviado dos noches atrás. No tuvo que pensarlo siquiera. En el acto, dio la vuelta y clavó los ojos en los del comisario.

—Voy a tomarme esas vacaciones de las que hablamos.

Sin esperar respuesta, reenvió el mensaje a su compañero y se dirigió a la salida con prisa. Una vez en el auto, de camino a Buenos Aires, llamó a su padre. Su voz cansada lo impactó, dándole cuenta de lo mucho que estaba sufriendo. Sabía que quería a esa chica como a una hija y lo estremeció el pensar en la angustia que debía estar sintiendo.

—Viste las noticias, ¿verdad? —preguntó este al oírlo.

—Sí y por eso estoy yendo para allá.

—Pero tu trabajo...

—Puede esperar. Sé lo importante que es para vos.

—Lo es. Gracias, hijo. Gabriel está en el hospital y yo ya no sé qué más hacer.

—Tranquilo, papá. La encontraremos —afirmó con seguridad.

¡Y por Dios que hablaba en serio! No entendía por qué aquello le estaba generando tanta inquietud. Tal vez tenía que ver con lo mucho que odiaba cuando coartaban a alguien de su libertad. Sin embargo, no estaba tan seguro de que fuese solo por eso.

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