Julia, una desconocida

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Una desconocida

La ciudad de Buenos Aires estaba oscura, salvo por las pocas y contadas estrellas que alumbraban la noche. El cielo resplandecía ocasionadamente por las sombras de los relámpagos atrapados en la oscuridad, que solo hacían parecer esa madrugada, todavía más tétrica. Caminando entre las inhóspitas calles se vislumbró a una mujer que cambiaría la vida de un puñado de personas. Un puñado tal vez más grande que las estrellas que se contaban en el cielo.

Julia de Monte, que en un buen día vestía jeans azules y una camisa aireada, se encaminaba rumbo a la comisaria más cercana. Con pasos torcidos y lágrimas sin derramar que tapaban la visión, y con una idea clara: no parar. El viento la golpeaba con fuerza como si de una muñeca se tratase, los pies le dolían y la cabeza le estallaba en una horrible migraña. En un buen día estaría volviendo de alguna fiesta con sus amigas, pero esos tiempos se habían acabado ya hace mucho. Tal vez, si uno o dos años atrás fuera, su madre la estaría esperando en el umbral de la puerta de su casa. Pero Julia no podía siquiera recordar de qué color era el umbral; o su casa. Si hubiera tenido una buena memoria habría caminado hacía allí.

Pero no, pensó. Eso arruinaría todo.

La chica había dejado de ser una con la vida una noche parecida a aquella. Fría y cruel, en un duro invierno. ¿Será acaso invierno?

La mente de Julia, ahora estropeada y borrosa, no podía concentrarse en ese momento. No podía permitirse pensar en tales idioteces, no cuando le dolía el cuerpo y la viste se le nublaba. ¿Por cuánto tiempo había estado caminando? No más de cuatro horas, si los cálculos no le fallaban. Pero matemática nunca había sido su fuerte, así que tal vez más o tal vez menos.

Sea cual sea el resultado, cualquier pensamiento desapareció cuando cruzo la calle.

POLICIA DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

Vaya, musitó, abrazándose a sí misma. La piel se le puso de gallina, y algunas lágrimas contenidas mojaron sus mejillas. Se restregó los ojos con la palma de la mano, y esforzó la vista solo para asegurarse de que no se tratará de una mala broma.

No lo era. A unos veinte pasos de distancia estaba lo que ella quisiera que fuera su salvación. Tal vez fueran unos quince pasos si entraba corriendo, pero como pensó anteriormente: No hay tiempos para esas idioteces.

Observó su entorno una vez y luego otra, y otra. No había un alma junto a ella allí, y eso la hizo sentir protegida. Ella no necesitaba a otra persona.

Se prometió a sí misma no titubear, y enderezando la espalda, caminó largos pasos hasta la entrada del edificio. Empujó la puerta con fuerza, dio dos pasos y se detuvo. La puerta se cerró sola, y ella escaneo la habitación. Solo había unos cuantos agentes y cinco detenidos sentados en unas sillas.

El calor de la habitación la abrazó con prisa, y solo por eso los brazos cayeron a sus costados.

La sala estaba en un tranquilo silencio, y nadie pareció notar su presencia. Dos oficiales estaban sentados detrás de una mesa de oficina, y había tres largos bancos negros, cada uno haciendo fila tras el otro, en los cuales estaban los detenidos esposados.

Había una especia de mostrador detrás de la mesa, con una computadora y una mujer usándola. A su costado se podía ver una puerta con el cartel de <PROHIBIDO ENTRAR>

Una televisión apagada colgaba de una pared, y de lejos podía escuchar el ruido de una radio. Un pequeño calefactor adornaba la esquina vacía, lejos de ella y cerca los oficiales.

A pasos lentos, camino hacia una la mujer del mostrador. Supo que los hombres de la mesa parecieron ser conscientes de su presencia cuando ambos, la siguieron por detrás.

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