Prólogo.

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Heather.

Termino la llamada y, frustrada, tiro mi celular en el asiento del copiloto, gruño un par de veces y golpeo el timón de mi auto.

No entiendo en lo que se ha convertido la sociedad ni que las cosas superficiales tengan mucha más importancia. Odio el hecho de pensar que, en algún momento, fui como ellos al darle más importancia al ¿cuál es tu apellido?, ¿qué carrera quieres estudiar cuando entres a la universidad?, ¿de qué familia eres? Si eres un doctor o un empresario, las personas te miran con buenos ojos y te ganas fácilmente su respeto pero, si eres un profesor, un enfermero o una mesera, la misma sociedad y hasta las personas que han estado a tu alrededor te miran debajo de sus hombros y te hacen sentir tan inferior. Es eso en lo que la sociedad se ha convertido y, en su momento, todos hemos contribuido a que sea de esa forma y a que nunca cambie.

Las personas te preguntan si estás bien, pero en realidad no lo quieren saber; solo lo hacen porque creen que están obligados a hacer esa pregunta tan seca. Muchos lo sabemos, así que siempre optamos por mentir y decir: «Estoy bien», cuando quizás es todo lo contrario. Pero se supone que no debes de fingir con tus padres, al menos debes de saber que puedes confiar en ellos. Definitivamente ese no es mi caso.

Mis padres están dentro de toda categoría, menos en la de confianza y cariño para con sus hijos, y odio el hecho de que todavía no tengo el valor para hacer lo que en realidad quiero y no lo que ellos me obligan hacer.

Suspiro y estoy tan molesta que decido detenerme un momento para salir a tomar un poco de aire. Estaciono en un lugar un poco oscuro, por los frondosos árboles típicos de la zona, todavía a unas manzanas cerca del campus universitario, pero no quiero seguir conduciendo sin rumbo alguno cuando todavía estoy tan molesta.

Salgo del auto sin tomar mi celular y camino hasta estar en la parte delantera de este; me siento en el capó para observar el idílico retrato de la ciudad de Los Ángeles, cubierta por sus luces, que le dan ese aire soñador después de una levísima llovizna, que es bastante frecuente en el mes de diciembre. Observo la noche, que llega para bañar de misterio a la ciudad y para despertar toda sensación de libertad, y me siento un poco melancólica al desear un poco de esa libertad. Al recordar la llamada de mi padre, salto del capó y procedo a golpear el neumático de la parte izquierda del auto. En cuanto doy el primer golpe, mi pie duele, pero no me detengo y lo hago una y otra y otra vez, hasta que finalmente me canso y me dejo caer en la grama que recubre la pequeña loma, a un lado de la carretera.

—¿Has sacado toda tu furia? —Escucho que preguntan.

Giro mi rostro y busco de dónde proviene la voz. Entrecierro mis ojos y, entonces, puedo ver la tenue silueta de alguien. Camina unos pasos hasta estar iluminado, solo un poco, por los faros de la carretera; entonces puedo ver que se trata de un chico. Se vuelve a sentar detrás de mí, lo suficientemente lejos, pero lo suficientemente perfecto para escucharlo claramente cuando me pregunta si la furia se ha comido mi lengua. Muevo mi lengua en el interior de mi boca y hago un gesto de negación.

—No, al parecer, sigue intacta. Suerte que no golpeé el neumático con ella; de lo contrario, me habría lamentado. —Intento bromear a pesar de no tener idea de quién es.

Giro mi rostro, nuevamente viendo hacia el frente, a mi auto. Si este chico no se marcha cuanto antes, lo más sensato es que me vaya directo a la residencia; pero no quiero irme a encerrar para rodearme de cuadernos y trabajos donde solamente terminaré más molesta, por lo que ser interrumpida por un extraño suena, incluso, más tentador que volver a perder los estribos.

Observo que ahora el cielo se encuentra totalmente limpio, sin rastros de lluvia, lo que me hace desear estar cerca de la playa, ser sutilmente acariciada por la brisa fresca y olvidar todo lo que me rodea.

Adorable Perdición (Disponible en las principales plataformas digitales)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora