Prologo

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La guerra es miedo revestido de valor
William Westmoreland.

El humo velaba la oscuridad y su olor acre abrasaba los pulmones de los soldados que se escondían entre la vegetación. Algunos habían aprovechado la inactividad para tumbarse con los ojos cerrados, los fusiles sobre el pecho y la mochila debajo de la cabeza. Otros, agazapados, observaban y esperaban.

Antonio Rocci, Romeo para sus amigos, quería dormir, pero no podía. El miedo lo mantenía con los ojos abiertos y los oídos aguzados. A lo lejos, los rescoldos y las columnas de humo indicaban el sitio donde estuvo la aldea. Las patrullas de reconocimiento habían informado de que soldados del Vietcong habían tomado la aldea y estaban disponiendo la artillería en la zona. Ese día, cuando el sol estaba en lo más alto, hubo un ataque aéreo. Las chozas que formaban la aldea, construidas con bambú, habían ardido como teas. Sólo quedaban los rescoldos y el olor empalagoso del humo.

Cuando llegó la mañana, también llegó la hora de que Romeo y los otros soldados del pelotón fueran a la aldea para buscar la artillería y la munición que debía de estar escondida allí. Además, tenían que comprobar si había supervivientes y contar los cadáveres. Romeo sintió un nudo en la garganta sólo de pensar en lo que se le avecinaba, pero lo tragó inmediatamente. Se recordó que era una guerra.

—Romeo…

Romeo dio un respingo, pero se tranquilizó cuando se dio cuenta de que era Pops, su sargento. Apretó la mandíbula para serenar el tono de voz.

—Aquí…

Oyó un ruido entre la vegetación y vio que se acercaba una sombra.

—¿Todo bien?

Romeo, sin soltar el fusil, se pasó el brazo por la frente sudorosa.

—Sí, pero estaría mucho mejor si supiera que somos los únicos que estamos aquí.

—Claro —reconoció Pops lacónicamente.

Se hizo el silencio y los dos siguieron escudriñando la oscuridad. Romeo no lo reconocería nunca, pero se sentía más seguro con Pops a su lado. Pops, el sobrenombre de Larry Blair, era mayor que casi todos los integrantes del pelotón, y ése era su segundo reemplazo en Vietnam. Romeo no podía entender que alguien se alistara para un segundo reemplazo. Desde que llegó a ese país, se sintió como si hubiera ido a caer en las calderas del infierno y sólo soñaba con tomar el avión que lo devolviera a su casa.

—Pops…

—Qué…

—¿Nunca te arrepientes de haberte alistado para un segundo reemplazo?

—No sirve de nada lamentarse de lo que no tiene solución.

Romeo miró al hombre cuya opinión respetaba tanto como si fuera la de su padre.

—¿Tienes miedo alguna vez?

—Claro —reconoció Pops sin alterarse—. El soldado que no teme nada acaba muerto. Si aprovechas el miedo en beneficio propio, estarás alerta, preparado. Si cedes a él, quedarás indefenso.

Romeo lo pensó un instante, pero le consoló muy poco. Siempre se había considerado valiente, incluso bravucón, pero en ese momento se preguntó si no sería un gallina.

—¿Tener miedo es ser cobarde? —preguntó vacilantemente.

—No. Un cobarde sale corriendo y se esconde.

—Algunos chicos creen que el predicador es un cobarde.

—Se equivocan. El predicador no puede soportar la idea de acabar con una vida humana. Se debate con sus creencias, no con la cobardía.

Romeo lo pensó un instante y sacudió la cabeza con pesadumbre.

—Da igual que seas un héroe o un cobarde, todos morimos de la misma manera.

Pops sacó un paquete de chicle del bolsillo.

—No pienses en la muerte —le aconsejó mientras le daba un chicle y se metía otro en la boca—. Piensa en vivir y en lo que harás cuando vuelvas a casa.

Romeo tragó saliva al acordarse de lo que le esperaba allí.

—¿Alguna vez te he contado por qué me alisté?

—No.

—Dejé embarazada a una chica.

Notó la mirada de Pops y agradeció la oscuridad y que no pudiera ver su cara, su vergüenza.

—Insistía en que me casara con ella, y pensé que el ejército era una forma tan buena como cualquiera de librarme.

Si Pops tuvo alguna opinión, se la reservó, y Romeo lo agradeció. No buscaba la absolución ni un sermón, sólo quería que alguien lo escuchara.

—Me equivoqué —reconoció con arrepentimiento—. Al salir corriendo, quiero decir. Aunque no quisiera casarme con ella, tenía que haber aceptado mi parte de responsabilidad. El hijo es mío. No debería haberla dejado sola con él —miró a Pops—. ¿Crees que ya es demasiado tarde?

—¿Para qué? —preguntó él con el ceño fruncido por el desconcierto.

—Para hacer algo. Estaba pensando en mandarle algo de dinero.

—Estoy seguro de que ella lo agradecería —replicó Pops.

—Eso. Cuando vuelva y tenga un trabajo de verdad, le mandaré una cantidad fija todos los meses. Como la manutención que le tuvo que pagar mi padre a mi madre cuando se divorciaron.

—Me parece justo. Un hombre debería ocuparse de lo que es suyo.

Romeo frunció el ceño al caer en la cuenta de algo.

—Sin embargo, ¿qué pasaría si no vuelvo? —miró a Pops—. ¿Quién se ocuparía del niño?

Pops agarró el hombro de Romeo y lo apretó.

—No pienses en eso. Volverás, todos volveremos.

Romeo agradeció que lo tranquilizara, pero sabía que sólo eran palabras. No había garantías para nadie. ¿Qué pasaría con el niño si lo mataban? No tenía nada de valor. No tenía ahorros ni posesiones. Ni siquiera había dejado un coche.

—Pops…

—Qué…

—¿Te acuerdas de la escritura que el ranchero partió en dos y nos dio el día antes de que nos embarcáramos?

—Sí. ¿Qué pasa?

—El anciano dijo que nos daría el rancho cuando volviéramos. Mi parte de la escritura está en mi taquilla, en el campamento. Si me pasa algo, ¿te encargarás de dársela a mi hijo?

—No va a pasarte nada —insistió Pops.

—Prométeme que si me pasa algo, se la mandarás a Mary Claire Richards. Dile que es para su hijo.

Se hizo un silencio.

—Dalo por hecho —prometió Pops al cabo de un rato.

Matrimonio CiegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora