01

3.7K 150 3
                                    

___ se frotó la mano contra el dolor que sentía entre los ojos. Otros cinco minutos hablando por teléfono con su madre y podría llegar a ser insoportable.

—Ya sé que no te gusta hablar de mi padre —reconoció con toda la paciencia que pudo—, pero esto es importante. Ha llamado una tal Stephanie Parker. Dijo que su padre estuvo en Vietnam con el mío.

—¿Y qué? —replicó su madre con tono airado—. Miles de muchachos fueron a Vietnam.

___ pasó por alto la amargura de su madre e intentó no levantar la voz.

—Stephanie me contó que su padre mandó una carta a su madre desde Vietnam con el trozo de un documento dentro. Cree que Tony podría haberte mandado un trozo parecido.

—Tú fuiste lo único que me dio Antonio Rocci en su vida, y eso fue un accidente.

A ___ no le impresionó que le recordara su ilegitimidad. Se lo había echado tantas veces en cara que ya no le dolía.

—Ese documento puede ser valioso —insistió ella—. ¿Te acuerdas de si Tony te mandó algo por el estilo?

—¡Aquello acabó hace más de treinta años! ¿Cómo iba a acordarme? Ni siquiera me acuerdo del correo de ayer.

—Un trozo de un documento, mamá. Es tan raro que deberías recordarlo.

—Si has llamado para hablar de él, voy a colgarte. Estoy perdiéndome mi programa favorito.

Efectivamente, ___ oyó un zumbido.

—El bebé y yo estamos bien, gracias por interesarte.

___ colgó con furia y se enfureció más todavía por permitir que la falta de interés de su madre la alterara. Mary Claire Richards-Smith-Carlton-Sullivan era una mujer neurótica y egocéntrica que iba de matrimonio en matrimonio impulsada por una amargura a la que se aferraba desde hacía treinta años y sin importarle las necesidades de los demás, entre otros, su hija.

___ suspiró, se apartó un mechón de pelo y se dijo que no tenía importancia.

Llevaba treinta años soportando la indiferencia de su madre. ¿Por qué iba a esperar algún interés en ese momento?

Se inclinó para soltarse los cordones de los zapatos, pero se quedó paralizada cuando vio su reflejo en la puerta del patio. Se incorporó lentamente, se miró y le costó reconocer a la mujer que la miraba a ella. Tenía el vientre como si se hubiera tragado un balón de fútbol y los pies y las piernas tan hinchados que parecían los de un elefante. Además, su pelo, negro y largo, que siempre le había parecido su rasgo más destacable, estaba sujeto en un moño desaliñado. Si a esa imagen tan encantadora se le añadían una bata de enfermera de un color verdoso indefinido y unas zapatillas de deporte muy viejas, casi se alegraba de que Ty no pudiera verla.

Volvió a inclinarse para soltarse los cordones.

—Como si fuera a dejarle que cruzara la puerta —se dijo para sí misma.

Ty Bodean era una serpiente rastrera y estaba mucho mejor sin él, aunque eso significara que tendría que criar sola al bebé. Se mordió el labio inferior, se quitó la zapatilla y pensó en todo lo que la esperaba. El dinero iba a ser un problema. Había comprado la casa hacía dieciocho meses, y eso la había dejado sin ahorros y la había atado a una hipoteca que casi la dejaba sin presupuesto mensual. Cuando la compró, le pareció una inversión juiciosa. Siempre había querido tener una casa propia, y el dueño se la había dejado a un precio muy bueno. Naturalmente, cuando la compró, no estaba embarazada ni pensaba estarlo inminentemente. Una aventura inolvidable, aunque breve, con Ty Bodean lo cambió todo.

Matrimonio CiegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora