BAÚL (III)

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Comenzó a llover justo después de haber salido del cementerio. Mi cabello quebradizo cayó cubriéndo parte de mi frente. Tenía frío, mucho frío. El viento helado trajo consigo la brisa, empañando mis lentes, y mi camisa se pegó a mi cuerpo, como el pantalón y sentí los zapatos pesados. Todo mi cuerpo estaba cansado, mis labios seguían sangrando. Dentro de mi también sangraba algo, aunque no veía escurrir nada.

Seguí caminando hasta encontrar un refugio para cubrirme de la lluvia que caía sin piedad sobre mi, se sentía como pequeños alfiles atravesando mi blanda carne. Ví a la lejanía un kiosco, que se encontraba justo al lado del parque. Un parque rodeado de flores hermosas y de rosas amarillas, que se veían opacadas por el clima con tonalidad gris. Estaba temblando, quizá también lloraba, pero las gotas de lluvia ocultaban las de mis ojos. Casi había llegado al lugar cuándo ví a una chica gritando:

- ¡Vamos! camina más rápido, te estás empapado.

Sinceramente no tenía ganas de apresurar el paso, ni tampoco tenía fuerzas para hacerlo, deseaba que un huracán se formará en medio de esa lluvia y me llevará consigo lo más lejos posible para no estar ahí.

- Bien-fue lo único que logré decirle a esa desconocida.

Subí las escaleras de concreto para llegar hasta al kiosco, ella extendió su mano casi cuando me faltaba una grada para que el techo del lugar me cubriera de la lluvia.

- Vaya clima, ¿no crees? -comentó viéndome de reojo.
- Sí. Así es.
- Perdona mis modales. Me llamó Elizabeth. -dijo esbozando una sonrisa ligera y con un tono suave en sus palabras.
- Un gusto, Elizabeth.

Después de eso solo hubo un silencio absoluto que resultó quizá para ella incómodo, y para mí, ensordecedor.

Se sentó en la banqueta y sacó de su bolso negro una pequeña toalla floreada.

- Toma, no vaya a ser que te resfries -dijo extendiendo su mano para darmela.
- Muchas gracias, pero no la necesito.
- Vamos, tómala, si no la usas me sentiré mal.
- Perdón -dije y la tomé- eres muy amable.

Mientras secaba mi cabello, comencé a ver la forma del kiosco y a compararla con el baúl que había construido para Margaret hace mucho tiempo atrás.

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— Ahora pásame el serrucho, Margaret.
— ¡A la orden capitán! —río mientras lo decía.
— Eres todo un personaje —reí también.
— Si no sonreímos ahora que somos jóvenes, ya no tendremos nuestra dentadura cuando seamos ancianos. Así que mientras aún la conserve, la usaré siempre, y te aconsejo hagas lo mismo.
— Yo río todo el tiempo —dije sarcásticamente.
— No, solo lo haces cuando estoy contigo.
— Patrañas—dije sabiendo que sus palabras tenían verdad impregnadas.
— Si, si, como digas. —dijo riéndose con tono subido.

Esa era su frase célebre, siempre en algún momento lo decía, aunque no siempre tenía el mismo tono, unas veces era en tono de reproche, otras en todo de fastidio, en tono de burla, y el que más me gustaba a mi, con tono de libertad. Y el que acababa de decir, tenía ese tono.

— Ahora pásame el martillo, esos clavos de pulgada y sostén acá. Por favor.

Rápidamente se volteó y fue a traer el martillo que se encontraba en el estante de madera que estaba dentro del taller. Uso una pequeña silla para alcanzarlo. Lo tomó y fue por los clavos.

—Toma.
— Gracias. Presiona fuertemente estos dos lados y no los sueltes. Voy a clavar, ¿está bien?
— Sí —dijo sin titubear.

Cualquier persona hubiera pensado dos veces la propuesta antes de agarrar las dos tablillas, porque si fallaba con la puntería podría dañar sus manos con la cabeza de metal del martillo o en el peor de los casos enterrarle un clavo.
Pero Margaret confiaba ciegamente en mi, sabía que era hijo de un muy buen carpintero. Si no que el mejor del lugar, y yo siendo su hijo único había ejercido el oficio desde muy niño, estaba capacitado en todos los aspectos. Mi padre siempre había sido un buen hombre, amable, paciente y tranquilo, nunca se me dificultó aprender, ya que me enseñó dando hasta el último esfuerzo de sí mismo para que yo aprendiera y disfrutará de ello.  Y le tenía un aprecio profundo a Margaret, y un enorme respeto a la familia de ella; Los Moore.

— No vayas a moverlos.
— Nou. Claro que no.
— Muy bien. Aquí voy.

Comencé a enterrar uno a uno los clavos. Luego clavé las bisagras. Margaret veía atenta como los clavos se deslizaban por la madera como si está no fuera sólida, sino de mantequilla. Me gustaba ver su mirada atenta y serena. Mientras terminaba el trabajo, uno de los clavos se quebró, quizá por la fuerza que ejercí para colocarlo o quizá por la vejez del mismo. Yo lo saqué y lo reemplace por otro, uno nuevo, brillante y completamente recto, y tomé el que se había roto para dejarlo en el recipiente de residuos de material, pero Margaret me detuvo diciendo:

— Dámelo, no lo tires.
Yo extrañado le pregunté —¿Por qué no quieres que lo tire?
— Porque será mi primer tesoro.
— Pero es solo un clavo viejo y roto, no un tesoro, tienes que poner dentro del cofre cosas de valor.
— Es de valor para mí—dijo entonces.
— ¿Por qué? —pregunté sin entender el valor que veía ella en aquel metal torcido y partido.
— Porque cuando vea el clavo dentro del baúl recordaré este momento y sabré que ese clavo aunque no esté sosteniendo las paredes de madera, sigue siendo parte de él como se pensaba en un principio que sería. Ya que fue parte escencial para terminar lo que ahora es un precioso baúl caoba con marco elegante.

Quedé sin palabra alguna al conocer la razón detrás del porque ella quería atesorar algo que para mí era basura.

— Está bien. Toma—dije finalmente dándole el baúl con el clavo roto.
¡Gracias! ¡Me encanta! Te quedó perfecto. No se podía esperar menos de ti. —dijo viéndome a los ojos.

Y desde entonces atesoró en ese baúl caoba todas aquellas cosas que para ella eran preciadas en el mundo, una a una las fue guardando. Hasta que ya no vió la luz.

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— ¡Oye, tú! ¿Estás bien? —escuché una voz baja que se hacía más clara— Ya dejó de llover—mencionó la misma voz.

Me había quedado con la toalla en la cabeza viendo al suelo. Me había perdido en mi propia mente por unos segundos y eso a la pobre chica le había preocupado.

—Sí, sí, lo siento, estoy bien, solo estaba... olvídalo. Lo siento.
— Tranquilo, no pasa nada, cuando llueve también me pasa lo mismo. Es normal, supongo.

Siempre me había preguntado que significaba la palabra normal en el mundo. Aunque realmente nunca había hecho nada por buscar una respuesta. No quería buscar nada, ni siquiera ver el mundo, aunque quizá nunca había visto realmente la naturaleza del mundo, no como tú lo veías, y realmente quería verlo. Y necesitaba ver lo que tú veías, eso era lo único que anhelaba. Ver tu perspectiva de todo, en el absurdo de la vida. Y así poder tener el valor de ver lo que tenías en el baúl del olvido, a tu manera.
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Espero les haya gustado el tercer capítulo de esta historia, si tienen críticas sobre esto pueden hacérmelas libremente. Estaré atento para responderlas.

J.H.

•-•.

El absurdo de la vida.

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