- Muchas gracias por la ayuda… —me quedé en blanco.- Elizabeth –dijo rápidamente al notar que me había olvidado de su nombre- Elizabeth Bitford –repitió, aunque en esta ocasión agregó su apellido.
- Lo siento, Elizabeth, por haber olvidado tu nombre, cuando recién me lo habías dicho, solo es que…
- …tienes la cabeza en otro lado –dijo para terminar lo que estaba diciendo.
Era como si me hubiera leído la mente en ese momento y por ello sabía perfectamente lo que iba a decir. Quizá el golpe me había estropeado algunos cables cerebrales, pero sentía que no debía permanecer cerca de esa chica. Por alguna extraña razón la intranquilidad me comenzó a azotar, como las aguas del mar azotan la costa. Tan bruscamente, una y otra vez. O quizá simplemente tenía la cara de chico pálido a quien le acababan de meter un golpe de lo más acertado en toda la cara.
- Lamento las molestias causadas, me debo de ir –comenté- toma tu toalla, me ha servido de mucho –exprimí la toalla lo más que pude para que se mantuviera lo más seca posible, al notar que estaba menos húmeda, se la di.
- No te preocupes, puedes quedartela –dijo la amable chica de los pantalones rasgados azules y blusa gris- de igual forma también me tengo que ir ¿por dónde vas tú? –preguntó Elizabeth.
- Voy al puente de los candados –dije diciendo la dirección a la cual me disponía a ir.
- Pero mira nada más. Yo voy adelante del puente de los candados, específicamente a una panadería. Podríamos caminar hasta allá si no te molesta.
- No, no, claro que no me molesta. Vamos. Igual ya se está oscureciendo y no es bueno que esté una joven como tú a estas horas de la noche fuera de casa.
- Al lugar al que me dirijo no es mi casa –puntualizo ella con tono triste, que rápidamente borro con una sonrisa torcida.
Realmente quería preguntarle de quién era la casa a la que se dirigía, pero esa risa final me lo impedía firmemente. Mientras caminábamos su cabello se desató, era largo, le llegaba casi a la cintura. Con un color café encendido. Sus cabellos se vieron en desastre por el aire que corría por las calles de la ciudad. No la había visto con detenimiento, quizá no le había prestado atención realmente, pero ahora lo estaba haciendo. Y mientras ella se sujetaba los mechones de su cabello con una colilla, yo me quedé viendo sus ojos de un color café claro. Su mirada era perdida, con ojeras, como si no hubiese dormido en mucho tiempo y estuviera al borde del colapso. Terminó de sujetarse el cabello, y confirmó con un gestó leve que prosiguiéramos con nuestro destino.
- No te había visto por aquí–comentó para hacer conversación y no convertir la caminata en algo incómodo.
- Pues acabo de volver a Francia.
- ¿Y en dónde estabas?
- Estaba en Canadá. Fui a dar clases en una de sus universidades.
- Pero vaya, un maestro, ¿qué clase dabas en esa universidad? –preguntó fascinada la chica.
- Era maestro de Artes Artesanales en Madera. En pocas palabras un carpintero.
- No hagas eso.
- ¿Hacer qué? –pregunté con intriga.
- Denigrar tu trabajo. No hagas eso. No le quites el valor a algo, solo porqué te ha dejado de importar.
- No es eso –le dije, pero sabía que era una mentira que ni yo mismo creía.
- Me gustaría ver tu trabajo algún día.
- Ya no trabajo en ello, solo soy maestro, enseño sin crear.
- Todo artista vuelve a resurgir por más que huya de su arte. Y cuándo extiendas tus alas nuevamente, verás que huir no era la solución. Sino más bien afrontarla.
Dentro de mi pensaba: “¿seguimos hablando de mi trabajo de carpintero o de los recuerdos que me acosan por las noches y días?”. Sentí que ella había visto a través de mí, y había descubierto algo que no pretendía mostrar a nadie. Ella hablaba de volar, de extender las alas y despegar. Ella hablaba de resurgir y de dejar de huir. También habló de afrontarlo, pero mi arte se fue, se esfumó como las nubes creadas de humo por los coches que circulan por la ciudad. Mis alas no podrían despegar, estaban manchadas de oscuridad, no eran blancas, eran como la de los cuervos que mencionó Margaret aquel día a la orilla de la playa. Y había vuelto para dejar de huir. Había vuelto para perdonarme a mí mismo. Para pedir perdón. Para ver el mundo como ella lo vio en algún punto de su vida y que perdió en el final de sus días. Solo quiero que la memoria y los anhelos que ella guardaba en aquel baúl. En aquella casa. En aquellos lugares. En aquellos momentos en que me dirigió alguna vez palabras con dulzura, quedarán plasmadas para el olvido. Para el olvido del olvido. Para el olvido en el cual yo no estaría mi presencia posiblemente. Y no quería dejar el recuerdo a la deriva de lo que fue Margaret.
- Esperó tengas razón, Elizabeth.
- Las mujeres siempre tenemos la razón, es casi una ley universal –dijo con una risa orgullosa.
- Tienes razón –me reí de lo irónica que resultaba mi respuesta.
- Bueno, llegamos al puente –dijo- toma –comentó extendiendo su mano. Quizá podríamos estar en contacto y conocernos más.
Mire mi mano, era una pequeña tarjetilla colorida que decía en la parte de arriba: “Pintora Elizabet Bitford” abajo del nombre estaba su número y dirección. Había estado hablando con una verdadera artista. Una artista de la pintura, de los colores de la vida, y la había conocido en el escenario menos colorido de todos.
- Sí, claro. Estaremos en contacto, Elizabeth.
Me sonrío y se fue corriendo, apresuradamente. Los focos alumbraban su camino. La calle la guío hasta su destino. Y yo la veía alejarse un poco más cada vez.
Ya me encontraba en el puente de los candados, y comencé a buscar. Buscaba un candado en especial. Una promesa que hice y que rompí. Después de un momento de búsqueda vi en uno de los fierros los candados que habíamos puesto, y vi en ellos una marca, marca que mi mente había creado. Era mi promesa, y la promesa que ella hizo y que cumplió hasta el final, pero que yo no pude. Limpie con mis manos ambos candados, y cerré los ojos, respire profundamente y me di la vuelta.-Volveré y serás libre –pronuncié hacía el lugar.
Y comencé a caminar hacía mi casa. Un paso a la vez. Lentamente. Pero avanzando a fin de cuentas, y eso era lo importante. Dejaría de estar en un punto estancado y comenzaría a ver el mundo con otros ojos. Y quizá así algún día podría emprender mi vuelo, aún con mis alas negras.
---------------------------------------------------------
Espero les haya gustado el cuarto capítulo de esta historia, si tienen críticas sobre esto, pueden hacérmelas libremente. Estaré atento para responderlas.
J.H.
•-•.
ESTÁS LEYENDO
CUERVOS.
Teen FictionUna simple y muy entretenida historia de auto crecimiento, dónde acompañas a un peculiar chico a pasar por muchas cosas, tanto buenas como malas, y a comprender que la riqueza está tanto en la vida como en la muerte, dando así que la negación de ést...