La peripecia de vivir dentro de un libro (Ficción Histórica - Mitología Griega)

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Los ciudadanos de Atenas, Grecia estaban asustados. El suelo comenzó a resquebrajarse a causa del terremoto, los atenienses se arrodillaron agachando su cabeza hasta el suelo cubriéndose con cualquier objeto que tuvieran al alcance. Le pedían entre sollozos a Cronos, el dios de tiempo, que se compadeciera de los mortales. Nadie era lo suficiente valiente para alzar la cabeza, los productos del mercado volaban estrellándose contra el suelo adoquinado. Los pilares de mármol de los templos griegos ya no daban abasto para aguantar semejante sacudida, las personas gateaban intentando resguardarse a toda prisa de los escombros que caían de los edificios aplastando a cientos de ellos.

Aquel suceso parecía ser el acontecer del fin de los tiempos de la humanidad. Las nubes grisáceas del cielo ilustraban el devastador momento, daba la impresión que el clima empeoraría más el asunto. Lo único que deseaban era que aquello se terminara, un jadeo de sorpresa se escuchó al unísono, estaban impresionados del drástico cambio que presentaba la naturaleza, aquello no era una simple lluvia. Los rayos del sol le daban la vuelta a la tierra sumergiendo el pueblo entero en una completa oscuridad en cuestión de segundos, provocando que las nubes causaran la ilusión de ir en la dirección opuesta. La cara de muchos reflejaba confusión y perplejidad, varios se escapaban de ahogar con el polvo que levantaban los escombros pidiendo ayuda a gritos ¿Sería aquello una maldición del Olimpo?

Onyx, la diosa de la oscuridad se apoyó en el marco de la puerta del templo, la catástrofe también la había tomado por sorpresa. La electricidad se iba y venía, las gavetas de la alacena ya se estaban aflojando de la pared donde estaban instaladas, apartó sus pies con genuino terror al ver los platos caer al suelo. La madre naturaleza estaba teniendo una batalla trascendental en el cielo. El paisaje que veía desde la ventana se oscurecía, luego amanecía y se repetía el mismo ciclo sin parar.

El mantenerse serena le era casi imposible, el eco distante de la risa de una pequeña niña se escuchó en el cielo, aquello era algo insólito, a Onyx le costaba cada vez más el atar los cabos sueltos del enigma. La tierra volvió a sacudirse con mayor intensidad, presa del pánico se sentó debajo del marco de la puerta, cerró los ojos y todo lo que conocía desapareció.

Tiempo después de que el caos cesó, gruñó casi moribunda tendida en el suelo, se cubrió con sus brazos del rayo de luz que le pegaba en el rostro, casi causándole la pérdida total de su vista. Se levantó con la respiración agitada, como si solo hubiese sido una pesadilla. Lo único que había permanecido intacto era el marco de la puerta donde se había refugiado. Lo demás que estaba a su alrededor era oscuridad, buscó el origen de la luz, encima de su cabeza se había abierto un portal replicando la imagen de las aspas de un abanico girar en el techo. La aburrida imagen fue reemplazada al instante por el rostro de una pequeña niña. Onyx huyó hasta encontrar refugio en un rincón. Se rehúsaba a aceptar que su reinado le había llegado el fin. La niña pisaba las páginas del libro con su dedo gigante, persiguiendo su silueta, disfrutando del hecho de ser ella la que le llevaba ventaja.

Era la primera vez que sabía de la existencia de la pequeña, le extrañaba ver que no estuviese perturbada con su gótica apariencia, una gota de saliva le cayó como un baldazo de agua sobre su pelo, dio pequeños saltos en las siguientes hojas intentando escapar de la muerte, su temor solo le parecía servir de entretenimiento a la bebé. Sus ojos verdes se empequeñecían al reírse, tenía los labios tan finos como el trazo de una línea, sus mejillas eran rosadas y redondas con los pómulos definidos, sus mechones eran dorados tirando a un color anaranjado.

El entorno que podía observar de la otra dimensión no difería mucho de la época actual que se vivía en Grecia. Quería intentar hacerle entender que necesitaba de su ayuda para regresar a casa, pero toda su energía terminaría desperdiciándose en vano. La visión limitada que tenía sobre el lugar donde se encontraba la niña comenzó a desvanecerse en pequeñas partículas, el libro se cerró con fuerza. El estruendo sonó como las puertas de un calabozo. Con frío, cansada, con su cabello oliendo a saliva & el vestido arrugado, se sentó a esperar a que su verdugo le diera la gana de volver abrir el portal.

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