I - "La Morte"

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Mi nombre es Valentino, de apellido Ántino. La ilustre y longeva Italia me vió nacer en su territorio más bello: Roma. Mis orígenes son relativamente muy humildes, jamás he tenido mucho dinero ni frecuenté a personas que lo tengan. No es como si me pesara, amé mi vida con toda su simpleza.

Me describiré levemente: Mi piel es morena, como un café suavemente cortado, y mi complexión delgada y atlética. Mi cabello negro y lacio se alarga hasta la mitad de mi espalda, casi toda mi vida lo he llevado así. Conocido por ser de carácter poco sumiso, me enorgullece ser el que opina cuando los demás callan.

Sin embargo, éste mismo carácter furioso fué el que me arrastró al reformatorio más temido por la especie humana: el infierno.

Que comience la historia.
Abran telón.


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Aquel funesto día transcurría relativamente normal.

Me encontraba cumpliendo mi horario de trabajo un fin de semana, en un pequeño restaurante local, como mesero. La clientela crecía y también mis ansias de que termine el turno.

Cuando así fué, aliviado, me quité el delantal, y risueño como niño que acabó sus tareas, saludé a mis compañeros, tomé mis cosas y me marché. Apenas puse un pie fuera, respiré el anhelado aire fresco y, disfrutando del espectáculo de las luces urbanas, sentí libertad. Y nada me gustaba más que la libertad.

A mis ojos, esa noche Roma se veía especialmente hermosa. ¡Y qué ironía! Pues moriría esa misma noche.

Me encaminé tranquilo a mi hogar, que no estaba muy lejos. Revolvía en mis pensamientos qué cocinaría al llegar, pues aunque soltero, no cocinaba solo para mí, sino también para mi pequeño compañero felino. El muy consentido, de negro pelaje, comía de lo mejor.

A medio camino, sentí mi paz y mis pensamientos interrumpidos abruptamente por una alarmante sensación: me sentí acechado.

Un transeúnte, en la vereda del frente, me seguía el ritmo hacía ya un buen rato. Al principio lo tomé como una coincidencia, pero al tiempo comencé a inquietarme.

Y sin fallo.

De inmediato, me dí cuenta de que efectivamente me estaban siguiendo.

Al sentirme acosado, me adentré en la primer tienda que ví y fingí buscar entre los productos qué comprar. Mientras, observaba discretamente a través de los ventanales del lugar, intentando entender quién era y qué quería.

Para mi sorpresa, dos hombres más se habían unido a él, de corpulenta figura.

Pensando que quizá lograría hacerlos desistir, comencé a mirarlos fijamente y sin disimulo. Muy lejos de incomodarse, permanecían firmes en su lugar y parecían ansiar el encuentro. Es en éste intercambio de miradas que los reconocí, y entendí al instante por qué andaban tan fervientemente tras de mí: querían venganza. No eran ladrones ni secuestradores al azar.

Reconocí entre aquellos rostros al mejor amigo de un hombre a quien yo había mandado al hospital, luego de terrible paliza. Y por si fuera poco, había quedado paralítico. Nunca supe porqué no presentó cargos en mi contra. Sé lo mal que suena todo ésto, ya explicaré bien el porqué.

Lejos de sentirme intimidado por la obvia diferencia numérica entre ellos y yo, estallé en adrenalina y la sangre se me fué directo a los puños. Sé muy bien que esa no es la reacción más normal. Pero siempre he sido así: cuando tengo una buena razón para repartir puño, no lo pienso dos veces. Ni una, diría.

PARADISO (+21/GAY) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora