IX

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 Los trámites del divorcio demoraron mi viaje y las tinieblas de otra guerramundial ya se habían posado sobre el globo cuando, después de un invierno detedio y neumonía en Portugal, llegué por fin a los Estados Unidos. En NuevaYork acepté con avidez la liviana tarea que se me ofreció; consistía, sobretodo, en redactar y revisar anuncios de perfumes. Me felicité por laperiodicidad irregular y los aspectos semiliterarios de ese trabajo; me ocupabade él cuando no tenía nada que hacer. Por otro lado, una universidad de NuevaYork me apremiaba a que completara mi historia comparada de la literaturafrancesa para estudiantes de habla inglesa. El primer volumen me llevó un parde años, durante los cuales rara vez le consagré menos de quince horas diariasde trabajo. Cuando evoco esos días, los veo nítidamente divididos en unaamplia zona de luz y una estrecha banda de sombra: la luz pertenecía al solazde investigar en bibliotecas suntuosas; la sombra, a los deseos atormentadoresy los insomnios sobre los cuales ya he dicho bastante. El lector, que ya meconoce, imaginará con facilidad cómo me cubría de polvo y me acaloraba altratar de obtener un vislumbre de nínfulas (siempre remotas, ay) jugando enCentral Park, y cómo me repugnaba el brillo de desodorizadas muchachas decarrera que un alegre perro en una de las oficinas descargaba sobre mí.Omitamos todo eso. Un tremendo agotamiento nervioso me envió a unsanatorio por más de un año; volví a mi trabajo, sólo para hospitalizarme denuevo. 

 Una sana vida al aire libre pareció prometerme algún alivio. Uno de misdoctores favoritos, tipo cínico y encantador, de pequeña barba parda, tenía unhermano, y ese hermano organizaba una expedición al Canadá ártico. Mevinculé a ella para «registrar reacciones psíquicas». Con dos jóvenes botánicosy un viejo carpintero, compartía de cuando en cuando (y nunca con demasiadoéxito) los favores de nuestra dietista, la doctora Anita Johnson, que muypronto, con alegría de mi parte, fue remitida de vuelta. Yo tenía una nociónmuy vaga sobre el objeto de la expedición. A juzgar por el número demeteorólogos incluidos en ella, supongo que rastreábamos hasta su cubil (enalgún punto de la isla del Príncipe de Gales, entiendo) el fluctuante polo nortemagnético. Un grupo, juntamente con los canadienses, estableció una estaciónmagnética en Pierre Point, Melville Sound. Otro grupo, igualmente extraviado,recogió plancton. Un tercer grupo estudió la tuberculosis en la tundra. Bert, elfotógrafo, un tipo inseguro con el cual hube de participar en buena parte demenesteres domésticos (también él tenía ciertas perturbaciones físicas),sostenía que los grandes hombres de nuestro equipo, los verdaderos jefes quenunca veíamos, se proponían sobre todo comprobar la influencia delmejoramiento climático sobre el pelaje del zorro polar. 

 Vivíamos en cabañas prefabricadas, de madera, en medio de un mundoprecámbrico de granito. Teníamos montones de provisiones –el Reader'sDigest, una batidora para ice cream, retretes químicos, gorros de papel paraNavidad. Mi salud mejoró maravillosamente, a pesar o a causa de todo eseaburrimiento, de toda esa vacuidad. Rodeado por una triste vegetación desauces y líquenes; penetrado y, supongo, lavado por un viento sibilante;sentado sobre una piedra, bajo un cielo absolutamente translúcido (a través delcual, sin embargo, no se vislumbraba nada de importancia), me sentíacuriosamente alejado de mi propio yo. Ninguna tentación me enloquecía. Lasrotundas y grasientas niñas esquimales, con su olor a pescado, su horrible pelode cuervo y sus caras de cobayos, despertaban en mí menos deseos que ladoctora Johnson. No existen nínfulas en las regiones polares. 

 Dejé a quienes me aventajaban en ello el cuidado de analizar ventisquerosy aluviones, y durante algún tiempo procuré anotar lo que candorosamentetomaba por «reacciones» (advertí, por ejemplo, que bajo el sol de medianochelos sueños tienden a ser de vivos colores, y mi amigo el fotógrafo me loconfirmó). Además, se suponía que debía asesorar a mis diversos compañerossobre cierto número de asuntos importantes, tales como la nostalgia, el temorde animales desconocidos, las fantasías culinarias, las emisiones nocturnas, lasaficiones, la elección de programas radiofónicos, los cambios de perspectivas,etcétera. Todos se hartaron a tal punto de ello que pronto abandoné el proyectopor completo, y sólo hacia el fin de mis veinte meses de trabajo frío (comouno de los botánicos lo llamó jocosamente) pergeñé un informe perfectamenteespurio y muy chispeante que el lector encontrará publicado en los Anales dePsicofísica del Adulto, de 1945 o 1946, así como en el ejemplar deExploraciones árticas dedicado a esa expedición. La cual, en suma, no teníauna verdadera relación con el cobre de la isla Victoria ni con nada parecido,como hube de enterarme por mi afable doctor, pues la índole del verdaderopropósito de la exploración era de las llamadas «archisecretas»; asípermítaseme agregar tan sólo que, sea como fuere, dicho propósito se logróadmirablemente. 

 El lector lamentará saber que poco después de mi regreso a la civilización,tuve otro ataque de locura (si puede aplicarse ese término cruel a la melancolíay a una sensación de angustia insoportable). Debo mi completa recuperación aun descubrimiento que hice en ese mismo y carísimo sanatorio. Descubrí quehabía una fuente inagotable de placer en jugar con los psiquiatras: consistía enguiarlos con astucia, cuidando de que no se enteraran de que conocía todas lastretas de su oficio, inventándoles sueños elaborados, de estilo puramenteclásico (que los hacían soñar y despertarse a gritos a ellos mismos, losextorsionistas de sueños), burlándolos con fingidas «escenas primitivas»,ocultándoles siempre el menor vislumbre de la propia condición sexual.Soborné a una enfermera para tener acceso a los ficheros y descubrí conregocijo una tarjeta en que se me describía como «homosexual en potencia» e«impotente total». El deporte era tan bueno y sus resultados –en mi caso– tanrotundos que me quedé todo un mes después de haber sanado (dormíaadmirablemente y comía como una colegiala). Y hasta agregué otra semanasólo por el placer de habérmelas con un poderoso recién llegado, unacelebridad desplazada y sin duda trastornada, conocida por su destreza parahacer creer a los pacientes que habían asistido a su propia concepción.

Lolita [original]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora