DECISIÓN

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Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…

El viejo reloj de pared sujeto en un lugar de la cocina marcaba los segundos con su sonoro repicar constante. Llevaba en la familia muchísimos años, era demasiado ruidoso e incluso molesto, pero mi abuelo insistió en conservarlo porque le recordaba a su juventud. Aquel reloj fue motivo de varias peleas entre él y mi madre. Mi progenitora para que se deshiciera de ese cachivache anticuado y el abuelo porque el reloj (decía) solo se iría a la basura sobre su cadáver.

Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…

Su golpeteo más parecido a un ruido de botas militares me hizo advertir que irónicamente tuvo que fallecer mi abuelo para que mi madre lo valorara. Ahora era ella la que me decía que solo sobre su cadáver yo tendría el permiso para sacarlo de la casa. Como si tuviera la certeza de que ella moriría primero. A mí me daba igual, ya no notaba que estaba allí, a menos que fuera una noche como aquella en donde terminaba por desvelarme, de resto ya me había resignado a su presencia, era como un recordatorio de mi paso por esta tierra.

Tic. Un segundo más. Tac. Un segundo menos. Como la vida misma: a diario se nace, a diario se muere.

Llevaba despierta desde quien sabe qué horas contando los tic tac que me faltaban para enfrentarme a mi destino. Me rendí cuando llegué a los ochenta y siete.

Tan, tan, tan, tan, tan, tan.

Seis campanazos. Momentos después, sonó el despertador programado en mí celular confirmando lo que ya el veterano pero eficiente cacharro me había avisado antes. Eran las seis de la mañana en punto. No podría aplazarlo más. Extendí mi mano derecha, y lo apagué.

Lo primero que pensé fue que trataría de sumergirme a conciencia en cada una de las tareas que implicaban arreglarme para de esta manera evitar quedarme sola con mis pensamientos. Así que me incorporé, salté de la cama  y me fui directo al baño. Me lavé la cara, cepillé mis dientes y me metí en la ducha. Me lavé el cabello con champú y acondicionador e incluso me tomé el tiempo para depilarme porque ya era hora. La ducha tomó al menos unos treinta minutos, luego regresé a mi habitación envuelta en una toalla completamente desprevenida hasta que de pronto experimenté un micro ataque de terror. ¡No tenía que ponerme! Llevé una mano a la cabeza advirtiendo mi torpeza. Abrí exaltada las puertas del closet buscando sin estar segura de lo que quería hallar. Me puse la ropa interior y luego empecé a tirar prendas a la cama. Conforme se acrecentaba el desorden, también lo hacia mi nivel de estrés. Jeans, blusas informales, camisetas ajustadas, blusas de tiras, blusas ombligueras, blusas para rumbas, faldas deportivas, mas jeans,… No era posible. ¡En serio no tenía nada que ponerme!

“Pensá Ángela”  

Seguí sacando más prendas hasta que encontré algunos vestidos que no usaba hacía mucho, por un momento tuve esperanzas, pero luego de detallarlos, los descarté. Eran demasiado pomposos, como si se me hubiera perdido un coctel con el presidente o la entrega de premios de la academia. Me pregunté cuando los había adquirido y por qué no los recordaba. Ni siquiera estaba segura de que fueran míos.

- Ropa- mascullé- necesitás actualizar la ropa. Será lo primero que comprarás con tu primer sueldo…

Levanté las cejas sorprendida al comprobar que altivamente ya daba por hecho de que me quedaría con el trabajo… pensamientos… ¡NO!... sacudí la cabeza obligándome a concentrarme en el problema que realmente me aquejaba, obligándome a  huir de la ráfaga de cavilaciones que querían aplastarme. No quería pensar, porque pesar equivaldría a arriesgarme a reconsiderar mi decisión y mi decisión ya estaba tomada.

“¡Que pensés Ángela Ortiz!” Insistí.

La ropa de mi madre. Ni de riesgos. Eso solo sucedería en unos treinta, cuarenta o cien años. Además eso implicaba pedírsela prestada y…

LO QUE GRITA TU SILENCIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora