II

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Todo aquello le era habitual. Los antiguos alumnos que le negaban el saludo, mirándolo con desprecio. La chiquillería callejera que le gritaba su sobrenombre. Pero aquel día no había contado con ello, pues la gente le debía una respuesta. Ya que no se habían sabido nunca los versos de Virgilio, debían poder indicarle ahora, por lo menos, el paradero de Vera Farmiga. Cruzando la plaza del mercado, Patrick se llegó a una tabaquería cuyo dueño había sido alumno suyo veinte años atrás, y al que, de cuando en cuando, compraba alguna caja de cigarros. Muy de tarde en tarde, pues fumaba poco y bebía raras veces. No tenía ninguno de los vicios burgueses… En las cuentas que el tabaquero le enviaba, la letra inicial de su nombre aparecía siempre enmendada, viéndose claramente que de primera intención había sido una B, transformada luego en una R. Patrick no había podido nunca aclarar si aquel error era o no intencionado. Pero, al recordarlo aquella noche, no tuvo ya ánimos para entrar en la tienda. El hombre que iba a recibirle en ella era un alumno rebelde al que jamás había podido atrapar. Continuó presuroso. La lluvia había cesado. El viento alejaba las nubes. El gas ardía rojo en los faroles. La luna, amarillenta, lanzaba a intervalos por encima de los tejados una mirada burlona.
Los enormes ventanales del Café Central resplandecían en la noche. Patrick sintió deseos de entrar y beber algo. Los sucesos de aquel día le habían apartado de su camino habitual. En el café le habría de ser fácil averiguar lo que quería. Allí dentro se hablaba de todo. Patrick lo sabía, pues en vida de su mujer se había permitido acudir algunos ratos, muy pocos, al Café Central. Pero desde que enviudó, tenía en su casa toda la tranquilidad deseable, y no necesitaba ya buscarla en el café.
Además, la estancia en él se le había hecho desagradable desde que el establecimiento había pasado a ser propiedad de un antiguo alumno suyo. Éste, que hubo de retornar con algún dinero a la ciudad, después de rodar muchos años por el extranjero, se complacía en servir por sí mismo a su antiguo profesor, llamándole constantemente señor Patrick, pero con poco afable cortesía, que era imposible probarle nada. Los parroquianos seguían con regocijo estas escenas, y Patrick acabó por darse cuenta de que, si continuaba acudiendo al café, iba a acabar por constituirse en una propaganda gratuita del establecimiento.
Pasó, pues, de largo, y se preguntó en qué otros lugares podría encontrar respuesta a la pregunta que le atormentaba. Pero no halló ninguno. Todos los rostros conocidos que iba evocando en su memoria mostraban la misma expresión maligna que antes el de su antiguo discípulo al negarle el saludo. Las tiendas iluminadas albergaban, como la tabaquería y el café, alumnos hostiles y rebeldes.
Una sorda cólera se apoderó de él. Estaba cansado y tenía sed. Anduvo calles y más calles, al azar, lanzando, sobre las muestras de las tiendas y las planchas de latón de los portales en las que encontraba los nombres de antiguos discípulos suyos, aquella mirada oblicua que sus alumnos decían venenosa. Todos aquellos bribones le desafiaban. Y con ellos Vera Farmiga, que vivía oculta en
alguna de aquellas casas, distraía de sus deberes la atención de los alumnos y escapaba al poder de Patrick. Varias veces tropezaron sus ojos con el nombre de alguno de sus colegas del Instituto, y todas ellas desvió la vista con molestia. Pues éste le había designado por el mote en plena clase y delante de los alumnos, sin que el hecho de haberse rectificado en el acto pudiese disculparle, y el de más allá había sorprendido al hijo de Patrick equívocamente acompañado, y lo había ido contando a unos y otros. Rodeado de enemigos por todas partes, siguió Patrick su agitada peregrinación a través de la ciudad. Andaba rozando las paredes, en continua tensión, pues a cada momento podía caerle encima el odioso apodo, lanzado sobre él desde una ventana como un cubo de agua sucia. Y en la oscuridad de la noche le sería imposible atrapar a nadie. Una clase rebelde de cincuenta mil alumnos hervía en torno suyo.
Sin darse cuenta, huyó a esconderse en el lugar más apartado y oculto de la ciudad, en el que, al término de una larga calleja silenciosa, se alzaba un edificio de traza conventual, destinado a albergue y retiro de señoras solas. La oscuridad era allí más densa. Unas cuantas figuras femeninas, vestidas de negro y tocadas con velos o pañuelos de seda, regresaban tardías a alguna reunión benéfica o alguna novena; llamaban presurosas y desaparecían por la puerta, brevemente entreabierta. Un
murciélago revoloteó por encima Patrick. Mirando de reojo hacia la ciudad pensó:

«Ya me las pagarán alguna vez».


Pero, en el acto, sintió su impotencia y se estremeció de odio. De odio contra aquellos millares de alumnos flojos y perversos que jamás habían hecho los trabajos que él les encargaba, le habían llamado siempre por su apodo, y nunca habían pensado más que en humillarle; aquellos que ahora le atormentaban con la tal Vera Farmiga, y en lugar de delatarla y delatar a Lohmann, se comportaban
como una clase perversa que se opone como un solo hombre al profesor; aquellos que ahora estaban cenando tranquilamente, y le obligaban, en cambio, a esconderse allí abajo; aquellos que —ahora se le
revelaba obscuramente— habían hecho de él, a través de los años, algo despreciable y equívoco.
Fija su atención en las clases que desde veintiséis años atrás se sucedían sin interrupción ante él…, la misma clase con los mismos rostros malignos…, no había advertido nunca que, fuera de ella y al cabo del tiempo, las caras mostraban ya una expresión indiferente e incluso benévola ante el recuerdo del profesor Basura. En plena lucha siempre, no había tenido un momento de tranquilidad para comprobar que los alumnos suyos más antiguos, hombres ya maduros, no le designaban por su apodo con propósito de escarnecerle, sino por simpatía a sus recuerdos juveniles, que ahora les parecían alegremente inocentes. No había reparado en que, para la ciudad entera, constituía una figura familiar, quizá cómica, pero de una comicidad cariñosa y sin odio. Así, no oyó tampoco aquella noche el diálogo de dos discípulos suyos de los más antiguos, que se separaron en una esquina, siguiéndole con la mirada, llena, para él, de burla:

—¿Has visto a Basura? Qué viejo está.

Y cada vez más solo.

—Nunca lo he conocido de otro modo.

—No te acuerdas ya. Cuando era profesor auxiliar iba muy compuesto.

—¡Ah! ¿Sí? ¡Lo que hace un sobrenombre! Yo no puedo figurármelo con alguien que lo ame. Es muy serio. Frio.

—¿Sabes lo que creo? Que tampoco él puede ya imaginarse de otro modo.

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⏰ Última actualización: Apr 04, 2020 ⏰

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