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Su nombre era Patrick, sin embargo para todo el Instituto era «Basura». Un juego fácil de palabras. Otros maestros a veces cambiaban de apodo. Las nuevas promociones escolares encontraban en ellos algún aspecto cómico inadvertido por las anteriores, y les aplicaban sin
consideración alguna el mote respectivo. Pero Patrick conservaba el suyo a través de muchas generaciones de estudiantes. Toda la ciudad lo conocía, y sus mismos colegas se lo aplicaban fuera del Instituto, e incluso dentro en cuanto volvía las espaldas. Quienes hospedaban en sus casas a alumnos del Instituto y se cuidaban de que dedicasen al estudio las horas oficialmente marcadas, hablaban sin
disimular ante ellos del profesor Basura. Un nuevo sobrenombre que quiso aplicarle el profesor encargado de la clase segunda, no alcanzó la menor fortuna, entre otras cosas, porque el habitual y consagrado continuaba despertando en el viejo catedrático el mismo efecto que veintiséis años atrás.
Así, bastaba decir en voz alta a su paso por el patio del Instituto:

—¿No huele a basura?
—¡Puah! Ya empieza a venir la hediondez a basura, como todos los días.

Y en el acto, el pobre profesor levantaba bruscamente un hombro, siempre el derecho, más alto qque el otro, y lanzaba oblicuamente una mirada cristalina, que los alumnos encontraban falsa y que, en realidad, era recelosa y vengativa: la mirada de un tirano con remordimientos de conciencia, que intenta descubrir el puñal oculto entre los pliegues de la ropa.
Su barbilla de madera, temblaba convulsa.
No podía castigar a los alumnos que habían pronunciado aquellas frases, porque no podía probar su intención vejatoria, y tenía que seguir su camino deslizándose sobre sus piernas y bajo su sucioo sombrero flexible, negro, alas anchas.
El año anterior, al celebrar sus bodas de plata con la enseñanza, el Instituto había preparado en su honor una serenata. Patrick había pronunciado un discurso desde su balcón. Y de pronto, cuando todas las cabezas, echadas hacia atrás, le contemplaban, una desagradable voz de falsedad habrían dicho

¡Fíjense! Hay basura en el aire.

Otros repitieron.

¡Hay basura en el aire! ¡Hay basura en el aire!

Patrick había previsto la posibilidad de un tal incidente. Sin embargo, empezó a tartamudear arriba, en su balcón, hundiendo la mirada en las bocas abiertas de los que gritaban. Sus colegas, los demás profesores del Instituto, presenciaban impasibles la escena. Patrick sentía que tampoco en aquella oportunidad podría alegar prueba alguna contra los alborotadores, pero conservó cuidadosamente sus nombres. Ya, al día siguiente, la ignorancia demostrada por el de la voz de falsete al no saber responder dónde había nacido la Doncella de Orleáns, dio pie al profesor para asegurarle que aún
habría de perjudicarle muchas veces en el curso de su vida. Y, en efecto, Victor, el alumno de la voz atiplada, perdió aquel curso, como lo perdieron, con él, casi todos aquellos condiscípulos suyos que habían alborotado la noche de la serenata, entre ellos John Watson. Phil Lincon, que no había gritado, lo perdió también, pues favoreció con su flojera las intenciones del profesor Basura, tanto como el primero, con su falta de capacidad.
A fines del otoño siguiente, una mañana, hacia las once, durante el recreo que iba a preceder al ejercicio de composición alemana sobre un tema extraído de La Doncella de Orleáns sucedió que John Watson, a quien su escasa preparación hacía temer una catástrofe, abrió la ventana, en un ataque de melancólica desesperación, y gritó al azar, en medio de la niebla, con voz tenebrosa:

—¡Basura!

No sabía si el profesor andaba o no por allí cerca. Y además le tenía sin cuidado. El pobre muchacho, hijo de nobles terratenientes provincianos, había seguido tan sólo un impulso irresistible de dar aún, por un instante, libre curso a sus energías, antes de inmovilizarse dos horas eternas ante una hoja de papel, blanca y vacía, que había de llenar con palabras sacadas de su cabeza, vacía también. Pero precisamente en aquel momento cruzaba el profesor el patio. Al herirle el exabrupto lanzado desde la ventana, dio un salto de costado. Arriba, entre la niebla, distinguió la silueta maciza de John Watson. Ni en el patio ni en las ventanas había otro alumno a quien John Watson hubiera podido dirigir su ofensa.

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