Capítulo tres

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Las amplias calles de Fort Collins eran lo mejor de la provincia para los residentes y turistas. Para Nanaba Robbins; no. Las calles eran innecesariamente espaciosas, los semáforos innecesariamente cortos y las personas innecesariamente numerosas.

Bueno, a decir verdad Fort Collins no gozaba de mucha popularidad en el estado de Colorado –eso se lo dejaban a Denver, la ciudad vecina–, por lo que las aglomeraciones a la hora de desplazarse de un lugar a otro eran mínimas y casi inexistentes. Pero eso no importaba, esa mañana se había despertado con unas incontrolables ganas de pelear con todo lo que respirara.

El dolor de cabeza la estaba matando.

No tardó más de media hora en llegar hasta la casa de Mike, uno de los lugares más acaudalados de todo ese horrible pueblo, mismo lugar donde el chico ha vivido toda su vida... con su madre.

Estacionó su vehículo en el lugar de siempre, antes de bajar del carro se aseguró de ponerse los lentes de sol –no es como si hubiese mucho. Estaba parcialmente nublado. Como casi todos los malditos días en ese maldito lugar–, y se adentró a la bella casa de tres pisos.

–¿Hola? ¿Señora Zacharius? –quitó la llave de la cerradura– ¿Mike? ¿Kika?... ¿niños?

El silencio era inusual en la gran casa de los Zacharius; la estruendosa risa de los niños se encargaba de darle vida a las blancas paredes de la casa, y al enfermo corazón de Madeleine Zacharius.

–¡En la sala de visitas, linda!

Caminó algo temerosa hasta el lugar dictado. La sala de visitas contaba con un gran ventanal que daba al espacioso jardín trasero, un mesita de té redonda donde por lo general siempre habían galletas Oreo, sillones con apariencia de valer tres veces su sueldo y un gran candelabro colgante con numerosos cristales que asimilaban lágrimas.

Cuando entró a la sala, Kika fue la única en ponerse de pie para recibirla con un fuerte abrazo, y no fue hasta que la menor de los Zacharius se distancio un poco que pudo darse cuenta que la chica lloraba. Un fuerte vértigo atravesó sin piedad su estómago.

¿Qué estaba pasando?

¿Acaso Madeleine estaba en cuenta regresiva? Diablos, sabía que la enfermedad de su suegra era agresiva y para nada curable, pero... ¿tan pronto? Madeleine era una buena mujer, una señora con fuertes valores y esa coquetería tan propia de las damas de alta alcurnia. No merecía morir.

Buscó la mirada de Mike, quien estaba sentado justo frente a su hermana, con los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas y con los ojos en el piso. A leguas se notaba como el pesar descansaba confianzudamente sobre los hombros del rubio.

De pronto sintió como los pulmones le reclamaban oxigeno; había estado contendiendo la respiración sin darse cuenta. Se obligó a calmarse. No podía ponerse paranoica, ellos aún no decían nada, y Madeleine le sonreía desde su habitual silla de ruedas.

Quizá solo... ¿solo qué? ¿Qué demonios estaba pasando? Se lamió los labios antes de preguntar.

La mirada de Kika se topó con la de su madre, y luego, casi como si de un acuerdo se tratara, ambas se posaron sobre Mike. Este alzó la vista del suelo con una lentitud desesperante.

–¿Qué pasa? –repitió. Esta vez un poco más fuerte, estaba comenzando a perder los nervios.

–Acompáñame fuera, hay algo que debo decirte.

Antes de seguirlo hasta la terraza, inhaló con todas sus fuerzas en un vano intento por hacerse de valentía. Sea lo que sea que Mike debía decirle... no sería fácil. Sino Kika y Madeleine no tendrían esa cara.

PERVERTIDOS //LeviHanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora