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El día cuarenta y tres, yo comencé a pensar en Lucas por la noche, de hecho, lo hacía siempre, solo que esa vez me encontraba verdaderamente afligida por no tenerlo a mi lado, aún más que eso me pesaba el no hablarle, lo había visto por la ventana, cuando caminaba con los Rogers o cuando regresaba de hacer trámites con mi madre, pero en ninguna de esas veces él notó mi mirada o siquiera se interesó por quien lo estaba viendo con tanto ímpetu. Cada día que pasaba en lugar de irse apaciguando mi dolor o disminuyendo mi cariño, parecía una contraposición de la realidad, pues era todo contrario, más lo quería, más deseaba devorar sus labios rosados y contemplarlo a escasos centímetros, ver sus iris y descubrir sus pensamientos. Lucas se había robado mi corazón y solté "Vuelve a mí, amigo mío"

― ¡Estoy aquí, hey, ábreme! ―susurró la voz de mi amado y creí estar soñando, pero caí en cuenta de que ni siquiera estaba dormida y entré en pánico, pues repetía la misma frase varias veces, entonces con los pies temblorosos me acerqué a la ventana y lo vi ahí suspendido en una baranda. Y pues sí, parecía una película de Hollywood, María, me vi de repente en Los Ángeles en la villa de mis padres y a Lucas pidiéndome que escapemos juntos para ser felices para siempre. Lastimosamente, esto no era ni una película de esas, ni tampoco Los Ángeles, mucho menos el muchacho me decía que me quería. Esto era Guayaquil a la media noche y Lucas pidiéndome diez dólares pues había sido asaltado y no tenía cómo regresar a casa, le abrí un poco más la ventana y lo dejé entrar en la habitación, olía a alcohol y a cigarrillo, le dije que tenía que marcharse antes de que inunde mi habitación con esa pestilencia, pareció no importarle y me rogó que le prestase el billete que necesitaba, pues, por nada del mundo le daría mi dinero, así que simplemente lo apoyé con cinco dólares y dejé que se marche, pero cuando le tendí el billete el muchacho había caído dormido encima de mi colchón.

¡Diablos!

Lo primero que pensé en ese momento fue en mi madre, que por la mañana vendría a despertarme o a buscar un cepillo a mi habitación y temía porque se encuentre al pintor del que tanto sospecha en mi cama. Nadie podía saberlo, entonces fui sensata y lo dejé dormir, cuando el reloj dé las seis de la mañana lo despertaría y tendría que marcharse por donde entró justo antes de que mi madre y mi padre se levanten. No logré pegar un ojo durante toda la noche, sin embargo aproveché el momento de su vulnerabilidad y me acurruqué en sus brazos, sentí su calor y su olor, pude sentirme llena en medio de sus brazos, su pecho fornido se remarcaba al tacto con mis dedos desnudos, su camisa se abría de poco con sus movimientos y solo cerraba los ojos imaginándome un día casual con él en el que despertábamos juntos, de la emoción se me había quitado el sueño y solo dejé remontar mi mente por los verdes prados de un paraíso falso como lo era ese momento, y no fui tonta, lo aproveché porque sabía que nunca más en la vida lo podría tener de esta manera conmigo, me rompía el corazón saber aquello pero intentaba arreglármelas sola, en esos tiempos pensaba en que jamás le podría confesar que lo amaba, eso mataría mi dignidad y mi orgullo, lo siento, pero aquello vale más que cualquier amor.

El sol se ponía lentamente sobre el panorama, en la cortina se filtraba los rayos de luz que desataban en mí una ansiedad tremenda y por otro lado alistaba mi plan para sacarlo de mi habitación a Lucas. Me desaté de sus brazos, me paré y lo miré, no me resistí y le besé en los labios, le acomodé el cabello y me dirigí a abrir la ventana para que entre la luz y así poder apurar el proceso en el que me tenía que librar de este humano que me hacía emocionar con solo una palabra.

― ¡Vamos Lucas, levántate! ―le dije tantas veces hasta que se me secó la garganta, no se levantaba por nada en el mundo y me comencé a preocupar pues su cuerpo estaba helado y no era necesariamente por la brisa fresca de la mañana, sus labios ahora eran pálidos al igual que su piel y no daba indicios a estar consiente, me aturdí ante tan mal afortunada escena, palidecí al igual que él y comencé a caminar en círculos por la habitación y mi cabeza solo tenía la idea de que tenía el cadáver de un hombre sobre mi cama y mis padres a escasos metros de nosotros, tal vez debí aplicar la de Romeo y Julieta y haberme suicidado para morir juntos y no tener que cargar con el peso de una desilusión o aún peor no tener que lidiar con el interrogatorio de mis padres.

Quédate conmigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora