Ángela Megalos

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Ángela nació y creció dentro de una familia burguesa ateniense, por lo que siempre contó con una vida cómoda y tranquila.

Durante su infancia simplemente había sido una niña muy tranquila, callada y aislada, por lo que la gente solía pasar de ella, cosa que agradecía.
Pero si había algo que a la pequeña Ángela le despertaba pasión, era el oír las historias de los Dioses. Cada que su padre le contaba la historia de como los Tres Grandes: Zeus, Poseidón y Hades destruyeron al malvado Cronos, sus ojos brillaban y su sonrisa se ampliaba de sobremanera.

Por lo demás, su infancia siguió tranquila y sin problemas, pero el evento más hermoso de esta llegó cuando tenía díez años.
Estaba de visita en la aldea de su abuela, que se encontraba a las afueras de la ciudad. Allí ella se paseaba por los jardines, cuando de repente vio algo que le dejaría totalmente sorprendida, y esto fue que pudo ver a Apolo, el mismísimo Dios del Sol y la Profecía, vestido con una armadura de oro totalmente brillante, demasiado brillante, tanto que por poco logra cegarla. Pero eso no es todo, sino que cuando lo tuvo en frente, este le dijo.

—En tres lunas, la madera arderá y los gritos por las calles se oirán. Ningunas lágrimas ayudarán, ni ningún acto podrá evitar que todo llegué a su final.

Dicho esto, la visión desapareció, dejando a Ángela perpleja por lo que había visto. De igual forma, no tardó en ir corriendo a contarle a sus padres y abuela, quienes no solo no le creyeron, sino que le regañaron por cometer blasfemia. Esa misma noche sus padres y ella se volvieron camino a su hogar.
Los días pasaron como si nada, hasta que a las semana les dieron la noticia de que, tal y como Ángela había dicho, la aldea se sumió en un fuego inmenso que la acabó por destruir. Todo gracias a un descuido por parte de un anciano.
Desde ese momento, sus padres quedaron tan maravillados, como temerosos de los dones de su hija. Dones que poco a poco llegaron a los oídos de todos en la ciudad.

Debido a su don, fue separada del resto de la sociedad y dejada junto a otras tres mujeres a una casa lejana, casa a la que acudían hombres y mujeres rogando saber sobre su futuro. Estas otras tres tenían la misión de mantenerla acompañada y de fingir ellas también ser el oráculo, principalmente para darle su protección.

Finalmente, una noche recibió a un hombre alto, pálido y delgado, con un cabello negro como la noche y unos ojos verdes aceituna que te dejaban helado.
Este hombre, le vio y le pidió algo simple, aunque extraño a la vez.

—Dime, ¿Qué creen los dioses que soy?

Ante esto, Ángela cerró sus ojos.
—Veo que todo está oscuro.  —Dijo al inicio, para luego añadir, con una clara expresión de terror.— Y veo… Y veo un cadáver en descomposición… Es tu cadáver. Tú… tú deberías estar muerto.

Al oír aquellas palabras, el hombre sonrío ampliamente dejando ver unos colmillos largos.— Correcto, querida~ estoy muerto. Y pronto, tú también lo estarás.
Tras esto, se abalanzó sobre ella. Y pronto, todo se volvió negro.

Al abrir sus ojos, estaba tirada en el salón, frente a uno de sus guardias, quién le miraba con gran preocupación. Pero, sin poder controlarlo, se lanzó sobre él y agotó cada gota de sangre de su cuerpo, dejándolo sin vida en el frío suelo.
Asustada, soltó un grito que llenó la sala, grito que fue opacado por unos aplausos que parecían venir de ningún lado.

—Muy bien, querida, muy bien, mi Ángela. Tengo muchas cosas que enseñarte, cosas que te dejarán de boca abierta.

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