Capítulo 1

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Levantar la cabeza de su cómoda cama por sí mismo fue todo un suplicio. Pesaba horrores, como si una caravana entera hubiese pasado por encima de ella sin la más mínima delicadeza. Debía admitir que le dolía muchísimo. Más de lo que le había dolido con mucho tiempo. Se reprochó mentalmente. El vino no le había hecho ningún bien. Estaba teniendo de las peores resacas que había vivenciado en su corta vida. Una vez sentado en la cama, se agarró la cabeza y apretó suavemente, como si quisiera contenerla de quebrarse en pedazos.

Se hizo consciente de su propia respiración e intentó concentrarse en otra cosa que no fuera su obvio dolor. Se levantó con cuidado de la cama y camino un par de pasos que se salía de memoria hasta la ventana. Sabía que sería una tortura absoluta abrir la cortina para ver al sol, pero debía hacerlo. Tenía que ver qué momento del día era. Por la brillante luz que lograba colarse por la tela deducía que no era muy de la mañana. Tomó aire y sin mucha compasión abrió la cortina.

Casi se le escapó un gemido de dolor al tener la luz allí. En toda su cara. Era doloroso y a la vez necesario. Estuvo un rato más allí, intentando acostumbrarse a la maldita luz que entraba y le llenaba el cuerpo de vitamina D. Cuando por fin pudo abrir un poco más los ojos contempló la posición del sol. Arrugó las cejas y se volvió a la habitación.

—Es domingo... —murmuró a duras penas mientras caminaba a su nochero. Se sirvió un pequeño vaso de agua. Se lo bebió como si fuera un brebaje milagroso y miró con cierto repudio a su habitación.

En días como aquel, detestaba tener que levantarse. Pero era su deber.

Tardó un poco más de lo usual en arreglarse para salir a la vida real. Se puso sus ropas sin ayuda y se arregló con lentitud. No quería hablar con nadie aún. Era inevitable tener que salir y cumplir su deber como rey, pero también nadie sabía que se había levantado. Era domingo después de todo. Nadie lo despertaba en ese día, no tenía horas para su deber. Pero aun así tenía que cumplirlo. Nadie iba a ser el Rey de Heartland por él.

Con su corona bien puesta y su única joya morada reluciendo brillantemente, se acomodó su capa con esmero. Miraba a la nada en la habitación, en general el dolor lo estaba distrayendo de todo. No le dejaba pesar claramente y solo lo hacía divagar entre unas ideas. Hasta que una cuestión en concreto le hizo detenerse unos momentos y dejar de mirar al vació. Algo le faltaba. Había algo que no le estaba encajando en esa mañana de domingo. Pero no sabía que era exactamente. Nadie había venido a despertarlo, sí, pero eso solo ocurría una vez por semana.

Repasó cosas de su mente un rato, pero no encontró respuesta. Todo parecía estar en su lugar. No había extraños ni nada, solo vació. Eso era lo regular. Siempre estaba solo en su habitación. Gruñó suavemente y trató de diluir eso de su mente, era una cuestión inútil si no había nada más que un sentimiento para comprobarlo. No debía de ser nada. Aunque hubiera una suave presión sobre su pecho en ese momento.

Terminó de acomodarse y empujó la puerta de su habitación como si nada para salir. Normalmente ese era el momento del día en el que su nariz se llenaba de distintos olores relacionados al castillo. Sus dos guardias, ambos Alfas como él mismo desprenderían el olor de siempre haciendo que se sintiera seguro de que eran los de confianza. Pero no olía nada ese día. Nunca lo hacía con resaca. Así que simplemente pasó de ellos. Sentía inseguridad en su castillo cuando no hacía eso.

Se estaba sintiendo mal esa mañana. Estaba con el mal humor a punto de ebullirle.

Y solo estaba empezando.

—Mi rey —una suave voz lo distrajo en su camino. Se volvió hacia la dama que estaba haciéndole una reverencia. Él solo cerró los ojos e inclinó su cabeza suavemente. Era Ruri, una de sus consejeras reales. Estaba igual de pulcra que siempre. Tenía un largo vestido rosa que le llevaba hasta el suelo.

Long Live the KingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora