Butterfly

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Butterfly

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Butterfly

Las mariposas son de las criaturas más bellas de la creación. Son belleza pura en movimiento, casi como si una pintura de Botticelli cobrara vida. Seres tan puros y tan hermosos no pueden vivir demasiado, nadie que lo sea vive demasiado. Quiero pensar que por eso mi dulce Steph dejó mi lado tan pronto. No pertenecía a este mundo podrido y condenado. Es el único modo en que puedo encontrar algo de consuelo... y es que han pasado casi quince años y aún no puedo quitarme de la cabeza el brillo de sus profundos ojos azules, ni la suavidad de su cabello dorado, ni el calor de sus manos ni la dulzura de sus labios la única vez que me atreví a besarla.

El día que la conocí, yo tenía diez años y ella, nueve. Corría por el parque, persiguiendo a una mariposa azul y su vestido blanco ondeaba a su espalda, así como las cintas que le ataban el cabello. Era tan bonita, que mi mente infantil sólo pudo compararla con un hada de los cuentos que me contaba mi madre antes de dormir. Ella no podía ser real, la estaba soñando. Se convirtió en un ser mortal cuando se detuvo de pronto, debido a un repentino ataque de tos. Se puso azul muy pronto y yo me asusté. Corrí hacia ella y le pregunté donde estaba su mamá. Aquella dulce niñita me indicó con un dedo la dirección donde había dejado a su madre y yo corrí y corrí como jamás antes para pedir ayuda.

Mi mente infantil me decía que no podía dejar que el hada se muriera. Ojalá hubiera podido evitarlo más tarde. Su madre era otra hada, tan bonita como ella; tanto que era imposible no saber quién era. La llevé a jalones adonde estaba su hija, que yacía ahora sin conocimiento tirada en el césped. La escuché llorar y llamarla y yo también lloré, asustado. Mi madre me encontró llorando desconsolado y ayudó a la señora a volver a la niña a la vida. Suerte que mi madre había fungido como enfermera en la primera guerra. Cuando la pequeña abrió los ojos, todos dejamos escapar un suspiro aliviado.

La madre de Steph me abrazó y me dio las gracias, emocionada y llorosa. Steph era su única hija y había nacido con problemas en los pulmones, dijo. Quisiera haber entendido en ese momento lo que eso significaba. Quizás, no hubiera sufrido tanto después. Nos invitó a tomar el té con ellas y, gracias al cielo, mi madre aceptó. Así fue como Stephanie introdujo su incandescencia en mi vida. Su risa era como música para mí, su delicadeza me envolvió y me arrastró profundo hacia el pozo del primer amor.

Oh, mi dulce Stephanie Grace, la de la corona gloriosa, la de la sonrisa brillante. Ella me llevó de la mano por los caminos de la felicidad, me alejó del miedo y me mostró la que sería mi futura profesión. Ella puso los primeros pinceles en mis manos, me enseñó a dibujar y mis cuadernos se llenaron de su imagen. La amaba, con toda la fuerza que posee el corazón de un niño de doce años. Mis días transcurrían a su lado, sentado junto a su cama. Hacíamos los deberes juntos, pintábamos y jugábamos todo lo que sus débiles pulmones y su frágil corazón nos permitían.

Ella era el sol. Ella era luz y calor y felicidad y risas y juegos. Y luego se convirtió en una mujer. Su cuerpo tomó nuevas formas y ya no me abrazaba como antes, pese a que era lo que yo más deseaba. Crecí y ella creció, y mis sueños se poblaron de imágenes de sus labios y de sus ojos y de sus manos. Mi madre me miraba cada vez más preocupada, especialmente después de que un día, le dijera, con toda la inocencia que mi edad y el amor absoluto que sentía por ella que quería casarme con Stephanie. Era verdad. Era la única persona que había querido y ya estaba seguro, tanto como lo estoy ahora de que sería la única que podría querer.

Mi madre intentó advertirme, lo sé. No quería dañarme, sólo buscaba protegerme, pero nada fue suficiente para mí. El hecho de que ella estuviese enferma no era un impedimento para mí, no me importaba para nada, no comprendía. No entendía la crueldad del mundo, no sabía que la vida es dura. Creí que mi madre estaba en mi contra y me alejé de ella, refugiándome en el solaz de permanecer junto a Stephanie y disfrutar de nuestros pequeños gestos, de los roces casuales, de las miradas cómplices. Así, cumplí los quince años y me dije que no podría pasar otro día de mi vida lejos de ella.

El mismo día que tomé mi decisión, el delicado corazón de mariposa de mi Stephanie comenzó a fallar. Maldije a Dios, a los médicos inútiles que se paseaban como una procesión por su cama, a mi inutilidad, a la vida, a la muerte. Maldije todo y a todos, con una rabia tan intensa que creí que me quemaría en vida. Ella no podía irse, no. No sin que antes yo la amara, no sin que antes la hiciera mi mujer y viviera feliz con ella para siempre. No, Dios no podía ser tan cruel... no podía llevársela, ¿o sí?

Un día de julio, cercano a su decimosexto cumpleaños, me mandó llamar. Me arreglé lo mejor que pude para que no notara que no había dormido en toda la noche y me senté junto a su cama, como siempre. Parecía un ángel, con sus rizos dorados acomodados sobre la almohada, su piel lechosa y aquellos ojos inteligentes y brillantes que me leían como un libro abierto. Tomó mi mano entre las suyas y la acarició despacio. Ella lo sabía, lo sentía. Y quería evitarme el dolor, como siempre.

– No dormiste bien, ¿verdad, Nate? – su voz traviesa no me sorprendió.

– No...– no podría mentirle a ella, nunca a ella.

– No quiero que estés triste... quiero que estés feliz y que me recuerdes con una sonrisa, Nate...

– Tú no te irás a ningún lado, no digas esas cosas– murmuré, conteniendo las ganas de llorar. Quería ahorrarle ese dolor.

– Nate...– murmuró y una sombra de tristeza cruzó sus ojos– Me hubiese gustado ser la madre de tus hijos, ¿sabes? Haber compartido mi vida contigo...

– ¡Lo harás! Steph, cásate conmigo... no me dejes solo...– musité, acercando mis labios a sus nudillos.

– Lo siento mucho, Nate. No podré acompañarte el resto del camino, pero, quiero que seas feliz, ¿me oíste? Tienes que ser feliz– y ella usó ese tono autoritario que me hacía llamarla "mi capitana". No pude evitar sonreír, aún destruido por dentro.

– No me pidas que sea feliz sin ti...– susurré, acercándome un poco más a ella. Mis ojos se prendaron de los de ella y ambos nos sonrojamos– Steph... ¿puedo besarte?

Ella soltó una risita.

– Ya te tardaste, ¿no crees? – y sí, demonios, cómo me tardé. Aquel roce dulce e inocente que compartimos por un par de minutos fue el único beso que pude darle. Si sólo lo hubiese sabido antes... le habría besado hasta el alma.

Su madre entró después de un rato y me dijo que el médico había venido a verla. Tuve que irme y me despedí con un beso sobre su frente. Esa fue la última imagen que tuve de ella, así tan bella con su camisón blanco y su pelo y sus ojos y esos labios que apenas tuve oportunidad de probar. Lo siguiente que supe fue que mis padres me arrastraron a su funeral. Le llevamos flores blancas, creo. Ese momento se ve confuso en mi mente, como retazos de imágenes que se diluyen en dolor puro y duro. Tardé meses en adaptarme medianamente a la vida sin ella. Nunca lo logré por completo.

Me dediqué a pintar como un condenado, su rostro, su sonrisa, su cabello, sus ojos, sus manos, sus labios. No quería olvidarla, no podía olvidarla. Pronto, cambié los retratos por mariposas. Ella era mi mariposa, cortada en la flor de la vida. Logré entrar a una academia de arte aquí, en Brooklyn y me hice famoso a mi corta edad por mis óleos de mariposas. Aún la llevaba bajo la piel, marcada a fuego en mi alma. Qué digo...

–Aún te llevo conmigo, mi amor. Siempre te llevaré. Sólo vine a despedirme. Ya me destinaron, así que no podré volver en un tiempo– Nate dejó el ramo de rosas blancas que llevaba en sus brazos sobre la lápida bajo la que descansaba su novia eterna– Si no regreso aquí, te veré en la otra vida. Me estás esperando, ¿verdad? Te veré pronto, Steph, te amo.

El sargento Nathan Romanoff se retiró del cementerio a paso firme, cargando su morral sobre el hombro. No tenía miedo. Cuando llegara su momento, recibiría a la muerte como una buena amiga... una que lo devolvería a los brazos de la única mujer que amó en su vida. 

Stephanie Rogers, la primera y la única. 

Eternal LoveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora