Prólogo

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Las altas llamas de la hoguera proyectaban tétricas y oscuras sombras de las casas del pueblo. Hacía ya tiempo que las celebraciones se hacían en la plaza, debido a las leyendas que circulaban sobre el bosque que lindaba con la villa. Los más pequeños correteaban de un lado para otro, mientras sus padres brindaban con sus vecinos y hablaban de cualquier cosa. En otro lado, apartados de la multitud, había otros niños practicando con su profesora de canto. Los más nuevos estaban algo preocupados, porque Mirella aún no había aparecido y era una parte fundamental del coro. Los más veteranos sabían que aparecería en el último momento, estaría por ahí sola haciendo cualquier otra cosa. De todas formas, a ella no le hacía ninguna falta practicar.

En efecto, sentada con la espalda apoyada en la puerta de una casa cualquiera, se encontraba la niña. Con un cuaderno en las piernas y un lápiz en la mano, Mirella dibujaba las lúgubres sombras que huían de la luz del fuego. No le importaba que su vestido, blanco impoluto, pudiera ensuciarse al estar sentada en el suelo. Sus ojos del color de la miel estaban concentrados observando cada detalle de la escena, para después plasmarlo en aquella hoja de papel.

Empezó a sonar entonces la encantadora melodía de una guitarra, acompañando el movimiento de las llamas de la hoguera. Aportando algo más de luz a aquella noche. Al escucharla, Mirella supo que tendría que cantar en breve. Cerró su cuaderno, guardando los oscuros trazos en su interior; se colocó la corona de flores blancas sobre su cabellera rubia y se levantó, sacudiendo su vestido. Avanzó deprisa por la calle desierta, hasta donde estaba la gente, con su preciado cuaderno y su lápiz entre los brazos. Se abrió paso entre los adultos que rodeaban la hoguera, para llegar a ver como los cabellos oscuros del joven que tocaba la guitarra reflejaban los colores rojizos del fuego. Sus ojos castaños estaban concentrados en las cuerdas del instrumento, mientras sus labios se curvaban ligeramente en una sonrisa. Tras acariciar la guitarra por última vez, todo el público aplaudía con entusiasmo. Incluida Mirella, cuyo corazón se aceleraba con el arte.

Vio entonces la mano de su profesora de canto entre la multitud, y se dirigió hacia ella después de dejar su cuaderno junto a la hoguera.

 —Aquí estás —dijo la mujer, aliviada.

Mirella sonrió. Tenía una sonrisa que iluminaba el pueblo con más fuerza que la propia hoguera. Los niños se colocaron en el sitio donde antes había estado el guitarrista, en una formación que llevaban meses ensañando. La profesora puso a Mirella delante de los demás y, como era pequeña, no tapaba a nadie. Algunos de sus compañeros habían tenido envidia de la niña, porque siempre era el centro de atención. Aunque lo entendían en cuanto la escuchaban cantar. La mujer pidió silencio a su público, y los niños empezaron a entonar. Todos quedaron encantados con sus dulces voces, a pesar de que la profesora escuchó algún que otro fallo.

Entonces, sobre esa melodía que sus compañeros habían tejido, Mirella comenzó a cantar:


Con el brillo de luna

no han de confundir luz que aparece,

tiene piedad ninguna.

Esta duerme a los peces

antes de que la criatura regrese.

Corran más deprisa,

los peces profundamente dormidos

se quedan en la orilla.

Huyan por el camino

no se queden a escuchar sus gemidos.


Todos se quedaron prendados de la voz única de la niña, tan frágil y delicada que parecía que la oscura letra de la canción iba a ser capaz de romperla. Cuando acabó, estalló en la plaza del pueblo un aplauso más fuerte incluso que el que había recibido el joven anterior. Pero a Mirella no le importaba cuántas personas la aplaudieran. Encontró con la mirada al guitarrista, a su profesora de canto y a los bailarines que actuarían después. Y sus aplausos fueron los que verdaderamente calentaron su corazón.

Un rato después, el ambiente era más festivo aún. Bailarines profesionales bailaban entre la gente alrededor de la hoguera, al compás del guitarrista y de una mujer que tocaba la caja. Mirella se movía sola, con una sonrisa de oreja a oreja, entre todos los que bailaban en orden. Ella se movía libre y los que la rodeaban, lejos de molestarse, la animaban y la alababan. Primero con una pareja, luego con sus compañeros del coro, y hasta intentó sacar a bailar al guitarrista de cabellos oscuros. 

 —Lo siento, niña —contestó con cariño—. Yo no sé bailar.

Mirella sonrió, con esa inocencia que caracteriza la infancia.

 —Me llamo Mirella, —se presentó, tendiendo una mano— y puedo enseñarte.

Él acabó por sonreír también, contagiado por esa alegría que desprendía. Dejó su guitarra apoyada sobre la silla en la que estaba sentado y agarró la mano de la niña.

 —Yo soy Éoghan, y me encantaría.

Ella lo arrastró entre la multitud, y el joven tuvo que disculparse ante todas las personas que empujaba por su culpa. Se pasó una mano por sus cabellos color azabache, una vez parecía que Mirella había encontrado un sitio que le gustaba. La niña agarró la otra mano de Éoghan y bailaron al ritmo de la caja y las palmas de la gente. Ella dio una vuelta, y su corta melena rubia se movió con ella. El chico la agarró por la cintura y, como pesaba poco, la levantó y giró. La melodiosa risa de Mirella parecía formar parte de la canción, y él también acabó riendo. Aquella niña era pura luz.

Entonces, Mirella le quitó la pareja a una de las bailarinas profesionales, para que no tuviera más remedio que enseñar a su nuevo amigo. La niña sonrió al ver que Éoghan se sonrojaba cada vez que se equivocaba de paso, y que la bailarina trataba de corregirle con amabilidad.

Alguien empezó de repente a cantar, con una voz bonita, aunque de vez en cuando se le iba alguna nota. Vio Mirella entonces a Valda, su profesora, subida en una silla, algo más contenta de lo habitual, cantando sobre el ritmo de la caja y las palmas de la gente que la aplaudía. Se unió más gente a la canción, y los que bailaban lo hicieron también al compás.

La niña se acordó en ese momento de que había dejado su cuaderno de dibujo junto a la hoguera, y fue rápidamente a buscarlo. Se coló entre la gente que bailaba hasta llegar peligrosamente cerca del fuego, y se agachó para recuperar uno de sus mayores tesoros.  Vio caer ante sus pupilas una pequeña voluta de fuego, que tenía un movimiento demasiado irregular. Se acercó un poco, para descubrir que aquello no era lo que parecía. Extendió la palma de su mano y, sobre ella, se posó con delicadeza una diminuta "mujer" de piel oscura y grandes alas que ardían.

El corazón de la niña empezó a latir muy rápido. Claro que se contaban historias y se cantaban canciones sobre criaturas como aquella, pero nunca había visto ninguna. No sabía si debía avisar a alguien y enseñarle su maravilloso descubrimiento; aunque, antes de que pudiera decidir, el hada echó a volar.

Se paró, alejada de la multitud, y Mirella cogió su cuaderno y la siguió. Era fácil de ver en la oscuridad, si sabías a dónde mirar. La luz voló entre las calles del pueblo, frenando de vez en cuando para comprobar que la niña seguía detrás de ella. Los ojos color miel de la chica estaban tan concentrados en aquella espléndida criatura que acababa de encontrar, que no dudó ni siquiera cuando el hada le hizo adentrarse en el bosque.

Cuando los peces duermenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora