Capítulo III

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Al caer la noche, la escasa luz que lograba colarse entre las espesas copas de los árboles desapareció, pero lo que más les llamó la atención fue el brusco descenso de la temperatura. Cuando los otros dos caballeros asumieron que ni Alastair ni la anciana iban a volver, decidieron seguir avanzando.

 —Tengo hambre y frío —murmuró Sitara, para que solo Éoghan la oyera.

Él la apretó aún más contra su cuerpo, y la niña colocó sus manos sobre la suya. Estaban heladas. Miró hacia atrás. Los dos caballeros montaban erguidos sobre sus caballos, con orgullo. Como si de verdad creyeran que iban a lograr resolver el misterio que envolvía aquel bosque y salir de allí para contarlo.

 —Podríamos hacer una parada... —sugirió Éoghan, aunque no de forma muy convincente.

Rhosyn y Gavril se giraron. Los caballeros también le prestaron atención, y el que iba delante negó con la cabeza. Sus ojos azules, fríos como el hielo, no admitían réplica. El hombre frotó los brazos de Sitara para ayudarle a entrar en calor, resignado. La pelirroja cruzó miradas con la niña, y encontró sus ojos oscuros llenos de cansancio y pena.

Ella se bajó de su montura, ante los ojos perplejos de Gavril. La textura del suelo era algo más blanda de lo normal, y un escalofrío recorrió la espalda de Rhosyn mientras caminaba hacia los caballeros. Parecía que en cualquier momento sus pies se hundirían en la tierra y el bosque se la tragaría.

 —Tenemos que descansar —exigió la pelirroja.

Los hombres la observaron de forma altiva, desde sus respectivos animales. Pero los ojos azul oscuro de Rhosyn sostuvieron a la perfección la presión que los caballeros ejercían sobre ellos.

 —Hace mucho frío —insistió la mujer, expulsando vaho mientras hablaba—. Hacemos una hoguera, calentamos algo de comida y dormimos alrededor —propuso.

 —La luz atraería a cualquier criatura peligrosa —rebatió el caballero de ojos azules y barba negra, como si la pelirroja fuese estúpida.

 —Moriremos congelados, entonces.

Gavril observaba con miedo la tensión en el ambiente. Ella no podía callarse, y él lo sabía. Sin embargo, aunque tampoco le agradase los aires de superioridad con los que los trataban los caballeros del rey, era consciente de que en cualquier momento el hombre podía desenvainar su espada y cortar la cabeza de su esposa. Hasta la pequeña Sitara tenía miedo. Todos esperaban con angustia la reacción de los hombres ante la osadía de Rhosyn, pero no fue la que esperaban.

El caballero de ojos azules empezó a reírse. A carcajadas. Gavril dejó escapar un suspiro de alivio. Prefería que no se tomaran en serio a su esposa, antes de que lo hicieran y ella pagase las consecuencias.

 —Tiene razón, Pádraig —dijo entonces el otro caballero.

Todas las miradas se clavaron sobre el hombre de avispados ojos verdes y barba pelirroja. Incluida la de su compañero, al que no le había hecho gracia que le contradijeran. Se acercó a Pádraig y le susurró algo que ninguno captó. Después, el caballero de ojos azules acabó por asentir.

 —Está bien.

Tal y como Rhosyn había sugerido, cenaron alrededor de las llamas de una hoguera, que emitían un calor reconfortante. Al igual que una luz intensa que destacaba en la penumbra del bosque.

El grupo estaba organizado en parejas: los dos caballeros, Rhosyn y Gavril, y Éoghan y la pequeña Sitara. No obstante, los últimos cuatro estaban más cerca unos de otros que de los caballeros del rey. No les inspiraban confianza a ninguno, y los hombres eran conscientes de ello. Pero tampoco les importaba demasiado. La mente de Éoghan pensó en Valda, la pobre anciana que estaría sola y perdida por el bosque, con la única compañía de un caballero autoritario y prepotente. Eso si seguían vivos.



Alastair había cavilado la posibilidad de dormir en los árboles, pero la madera vieja, húmeda y frágil de sus ramas no le inspiraba confianza. Habían acabado dormidos sobre la tierra blanda, fría y mojada, expuestos a cualquier peligro que quisiera atacarles durante la noche. La anciana ya estaba dormida entre sus brazos, y el hombre recordó cómo había cantado antes de dormirse, para tranquilizarse. Sin duda tenía una de las mejores voces que había oído jamás, y le daba algo de lástima que hubiese nacido y pasado toda su vida en aquel pequeño pueblo. Sí, en Ório habrían disfrutado de su don, pero el caballero estaba convencido de que podría haber llegado lejos. Lamentaba que aquella voz fuese a perecer entre esos malditos árboles, junto con el alma tan maravillosa que tenía la mujer.

Pese a su edad, no solo no se había quejado del largo camino que habían recorrido hasta ninguna parte, en un intento de encontrar al resto del grupo y alejarse del sitio en el que casi mueren ensartados; sino que no había parado de preguntarle por su espalda y de agradecerle lo que había hecho por ella. Como si protegerla no fuese su trabajo como caballero. La verdad era que su espalda seguía resentida por el golpe de la caída, pero eso no le iba a impedir seguir avanzando.

Ya no sabía ni qué buscaban, porque que una rama les atacase así era prueba suficiente para saber por qué la gente que se adentraba en el bosque no regresaba. Sin embargo, no tenía claro el porqué. En ese instante eran vulnerables, el mismo árbol en el que estaban apoyados podía hacer crecer una de sus ramas y atravesar sus cuerpos, los de ambos. Pero ya llevaba un buen rato dejando volar sus pensamientos, sin ser capaz de dormir, y aún no había sucedido nada. ¿Qué le diría al rey? No podía regresar con las manos vacías, teniendo en cuenta que lo más seguro era que le mandaran de vuelta al bosque por no completar su exploración.

Sin embargo, miraba a la vida frágil que sostenía entre los brazos y no era capaz de ser tan egoísta. Esa gente del pueblo que se suponía que debía guiarlos no sabía nada del bosque, más allá de que quien entraba no volvía a salir. Y sí, Valda se había ofrecido voluntaria... pero él lo achacó a su locura. Además, si su deber era protegerla, la prioridad tenía que ser sacarla de allí. Ya lo había decidido: primero buscarían la salida, después ya se enfrentaría al rey si fuese necesario.



Por mucho que cerrase los ojos y tratase de mantener la mente en blanco, Gavril no conseguía dormirse. Estaba tumbado en el suelo, abrazado a su esposa, con la nariz pegada a sus lacios y brillantes cabellos pelirrojos que desprendían un suave aroma a lavanda. El otro hombre del pueblo, más joven que él, también dormía, rodeando y protegiendo a la niña con su cuerpo. Todos en Ório sabían que Dhara estaba embarazada, y quizás quería compensar así el no estar para su hijo. Cuidando de Sitara. La niña a la que los caballeros del rey habían arrastrado a un suicidio, porque su padre se había negado a participar en la misión. Era consciente de que lo había hecho para no dejarla sola en el pueblo pero, pese a sus esfuerzos, Aloïs había acabado muerto y su hija lo estaría pronto. Gavril no quería ser pesimista, pero la realidad era la que era. Dudaba de que alguien lograra escapar vivo del bosque y, si eso era posible, quería que esa persona fuese Rhosyn.

Entonces escuchó una voz, tan familiar como angelical. Se levantó deprisa y corrió hacia ella, gritando su nombre:

 —¡Valda!

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⏰ Última actualización: May 14, 2020 ⏰

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Cuando los peces duermenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora