Capítulo I

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Los cascos de los caballos al galope resonaban sobre las calles de piedra de Ório, alertando a sus habitantes de que llegaban noticias. Según los oían a lo lejos, los vecinos cerraban las ventanas y las puertas de sus casas. Nunca eran buenas noticias. Trataban de llamar la atención lo menos posible, aguantando la respiración para escuchar si los mensajeros del rey se habían marchado ya de su calle. Los padres encerraban en sus cuartos a sus hijos, que eran demasiado jóvenes para entender lo que ocurría.

En el orfanato, el director cerró primero la habitación de las niñas, fijando por un momento su mirada en una cama que estaba vacía desde hacía años. Sin embargo, no tuvo mucho tiempo para sumergirse en los recuerdos de la niña rubia perdida, pues los cascos se oían cada vez más cerca y tenía que cerrar el cuarto de los niños.

En su casa, Éoghan besó la frente de su mujer y acarició su vientre con cariño. Los ojos verdes de Dhara destilaban temor, y él colocó un mechón de cabello castaño tras su oreja.

 —No van a hacerle nada a una embarazada —susurró con cariño, intentando tranquilizarla.

Ninguno de los dos mencionó lo que pensaban que, aunque el hijo fuera de ambos, Éoghan no lo llevaba en su vientre. A él podrían exigirle lo que quisieran, y tendría que obedecer. Se respiraba tensión en el ambiente, deseando que el sonido de aquellos cascos se apagase y todo acabase en un desagradable susto. Y, en efecto, los caballos pararon. En perfecta formación en la plaza del pueblo.

 —El rey ha organizado una misión de reconocimiento del bosque que limita con Ório, debido a las inquietantes leyendas y sucesos recientes ocurridos en el mismo —anunció uno de los jinetes—. Se les ofrece a los habitantes de este pueblo, por tanto, el gran privilegio de ofrecerse voluntarios y ayudar a los caballeros del rey en esta importante misión.

El pueblo entero estaba en silencio, mientras todas las personas en sus casas reflexionaban sobre lo que había dicho. Nadie iba a presentarse voluntario, ellos eran los que mejor sabían que quien entraba en aquel maldito bosque no salía para contarlo. Nadie sabía lo que se escondía en su interior, pero había multitud de canciones infantiles que avisaban de sus peligros. No les importaba el dinero que les ofreciese el rey, no cambiarían su vida por un puñado de monedas.

 —Si no hay voluntarios, los hombres jóvenes de esta lista serán los elegidos —añadió el mensajero, levantando un brazo con un pequeño libro en la mano.

Dhara apretó la mano de su marido, no podía parar de pensar en que se lo llevarían. No podía parar de pensar en que correría la misma suerte que aquella pobre niña que los presentó hacía ya varios años. Colocó la otra mano sobre su vientre, aferrándose a la pequeña esperanza casi inexistente de que no escogieran a Éoghan. De que dejasen a su hijo conocer a su padre.

Para sorpresa de todos, una mujer caminó por las calles desiertas hasta la plaza. Los valientes que se habían atrevido a asomarse a las ventanas la vieron andar despacio, aunque con orgullo. Llevaba sus cabellos ya canosos muy cortos, al estilo de los hombres. Con los años, había aparecido algo de chepa en su espalda, y las arrugas de su cuello y sus manos revelaban su anciana edad. Era de las personas más mayores del pueblo, teniendo en cuenta que la esperanza de vida allí no solía ser muy alta.

Los años le habían pasado factura a Valda, la agradable profesora de canto. Y, aunque su aspecto físico distase mucho de ser lo que era, la más perjudicada había sido su mente. Había lamentado mucho la pérdida de su mejor alumna, pero cuando su cabeza había dejado de funcionar como antes decía escuchar su voz angelical por las noches. Valda aseguraba que oía a Mirella, que estaba atrapada en el bosque y que tenían que ir a rescatarla.

Al principio, sus vecinos le explicaban que ya habían pasado demasiados años y ella parecía entenderlo. Sin embargo, últimamente se le olvidaba que había pasado el tiempo, e insistía cada vez más en rescatar a la huérfana. Por ello, tampoco les extrañó demasiado que aquella valiente o loca mujer que se dirigía a la plaza fuese ella.

Cuando los peces duermenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora