Capítulo II

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Éoghan espoleó a su montura, para que siguiera al resto. Despedirse de Dhara y de su futuro bebé había sido probablemente lo más difícil que había hecho jamás. Sin embargo, distraer a Sitara también había sido demasiado duro. Iba sentada en el mismo caballo que él y, de alguna manera, había hecho su misión proteger a ese alma inocente del peligroso viaje que acababan de emprender. Al principio había intentado contarle cualquier cosa, para que se centrara en su voz, pero no había servido para que la niña pasase por alto los gritos de su padre. Éoghan había tenido que taparle las orejas con cualquier excusa, para evitar que ella reconociera la voz de Aloïs. No quería ni imaginarse cómo habían torturado a aquel hombre fuerte, tanto física como emocionalmente, porque sus desgarradores alaridos se habían escuchado por todo  el pueblo. No les había bastado con condenar a su hija a muerte, después habían acabado con la vida de Aloïs. Para que todo el pueblo fuera consciente de lo que ocurría si desobedecías al rey.

Cuando por fin llegaron al bosque, Sitara ya había dejado de llorar. Sus ojos oscuros estaban clavados en una de las manos del hombre, que la sujetaba para que no cayera del caballo. Éoghan inspiró hondo, antes de seguir a la fuerte yegua blanca de Gavril y Rhosyn. Cuando pasara bajo las ramas de aquellos frondosos árboles no habría vuelta atrás. Pero tampoco tenía otra opción. Caviló un momento, sobre la cruel tortura que había recibido Aloïs hasta morir por desobedecer, y se preguntó qué horrores encontraría tras esos árboles. Se preguntó si, en realidad, los despiadados caballeros del rey podían haberle hecho un favor.

No obstante, había en él una diminuta esperanza. Había algo que le decía que siempre había una primera vez, que quizás podría abandonar el bosque. No podía negar que, por muchas lúgubres leyendas que hubiera escuchado y tocado con su guitarra, en él seguía habiendo una pequeña chispa de esperanza. Y, por muy pequeña que fuera esa posibilidad, tenía que intentarlo. Por Dhara, y por su hijo.

Los troncos eran altos, y su madera y sus hojas de un color oscuro. Los caballos avanzaron por una senda estrecha y sus jinetes tenían que tener cuidado con las ramas de los árboles, que parecían estar colocadas para resultar incómodas y ser difíciles de esquivar. El simple paisaje del interior del bosque revolvía el estómago de Éoghan. Aunque quizás fuera por las historias que él relacionaba con aquel lugar, y no tanto por la capa de oscuridad que parecía cubrirlo todo. Sintió las pequeñas manos de Sitara agarrando la suya, y supo que la niña también se había dado cuenta. Aquel sitio emanaba peligro, por cada una de las hojas que permanecían quietas sobre sus cabezas. Hasta el viento temía pasar por allí.

Éoghan miró hacia atrás, y se encontró con las serias e impenetrables miradas de los caballeros del rey. Ellos cerraban el grupo, asegurándose de que nadie se marchara. Volvió la mirada al frente, algo asustado por aquellos hombres fríos y pétreos como estatuas. Si ya de por si la travesía era escalofriante, tener que confiar en ellos para que los protegieran la hacía aún más aterradora.

Valda encabezaba la comitiva, erguida sobre un elegante caballo de brillante pelaje castaño oscuro. Observaba a su alrededor sin perder detalle, tratando de encontrar alguna pista sobre el paradero de la voz más maravillosa que había tenido el honor de enseñar. Sin embargo, prestaba aún más atención a los sonidos.

Nadie entendió por qué pero, de repente, la anciana comenzó a cantar.

Al principio todos estaban tan sorprendidos que ninguno reaccionó, pero el que parecía ser el jefe de los caballeros del rey no tardó en mandarla a callar.

 —Si hay en este bosque algún peligro, lo más inteligente no es llamar su atención —dijo enfadado, mientras su montura adelantaba posiciones hasta llegar junto a la mujer.

Ella lo miró con una amplia sonrisa, que ratificaba la opinión que el caballero tenía de Valda. Estaba loca.

 —Pero a ellas si les gusta, ¿no las ve?

La voz de la anciana estaba llena de ilusión, y sus iris azules parecían brillar con entusiasmo. Apartó la mirada del hombre y la alzó, para ver como una suave brisa movía las hojas de los árboles. El caballero siguió los ojos de Valda, pero no vio nada especial en aquella escena. La mujer, no obstante; espoleó a su caballo y se alejó de allí galopando.

 —¡Quedaos ahí! —ordenó el caballero, mientras se marchaba tras la mujer.

Los demás se miraron entre sí, Éoghan se encogió de hombros cuando se encontró con los ojos de hielo de Gavril. Apretó junto a su cuerpo a la niña, en un intento de protegerla, mientras todos veían como ambos caballos desaparecían entre los árboles junto con sus jinetes.

El caballero no tardó demasiado en alcanzar a Valda, pero cuando se giró ya no veía al resto a través de la espesura. Además, había en el ambiente un olor... desagradable. Un escalofrío recorrió la espalda del hombre, tenía un muy mal presentimiento.

 —¡No puede marcharse así! —le recriminó, autoritario.

Pero la anciana no parecía escuchar. Ni siquiera parecía que le estuviese mirando, sus ojos observaban algo detrás de él, mientras la sonrisa no desaparecía de sus labios. Comenzaba a ser una escena algo siniestra.

 —Míralas, quieren que nos acerquemos.

El hombre miró hacia atrás. Agarró a la mujer de un brazo y se tiró del caballo, trayendo a Valda consigo. Aterrizó sobre el suelo con un golpe seco que su espalda resintió, y ella sobre su cuerpo. Justo antes de que una de las ramas de los árboles se alargara lo suficiente como para haberlos atravesado a ambos.

Los animales huyeron de allí, asustados, mientras que Valda parecía volver a la realidad por la fuerza del impacto. Su corazón latía deprisa, y su respiración también era acelerada. Podían haber muerto.

 —¿Se encuentra usted bien? —preguntó él, al verla tan agitada.

Era consciente de que el golpe para una persona de su edad podía haber resultado fatal, y había intentado que cayera sobre la superficie más blanda posible, él mismo. Arriesgarse había sido obligatorio, pues si no lo hubiese hecho probablemente la mujer estaría muerta.

Valda recordó lo que había visto. Diminutas criaturas, del mismo color verde apagado que las hojas de los árboles. Criaturas hermosas, que la guiaban con una sonrisa mientras batían sus frágiles alas transparentes. Intentó controlar la respiración, como les enseñaba a sus alumnos cuando cantaba. Inspiró hondo, haciendo que su diafragma les dejase más espacio a sus viejos pulmones. ¿No olía fatal?

 —Gracias —fue lo único que consiguió decir, cuando se calmó.

El caballero dejó escapar un largo suspiro de alivio, sentimiento que duró poco. Se puso en pie, ayudando a la mujer a sostenerse, mientras miraba a su alrededor. Sus monturas se habían escapado y todos los senderos que veía a su alrededor eran iguales. Estaban completamente perdidos.

Valda no parecía darse cuenta de aquello, asustada y agradecida a partes iguales. Uno de aquellos caballeros del rey a los que tanto temían acababa de salvarle la vida, y eso era lo único que le importaba en aquel momento.

 —¿Cómo se llama? —al menos, debía saber el nombre de su héroe.

 —Alastair —respondió él con seriedad, incapaz de creer que la anciana no se hubiese percatado de la difícil situación en la que se encontraban—. Alastair —murmuró, esta vez para sí mismo.

Como si repetir su nombre fuese a librarle de morir olvidado en las entrañas de aquel oscuro lugar.

Cuando los peces duermenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora