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Agosto, 1942.

Hacía meses que no sabía lo que era el silencio.

El ruido se colaba por todos lados, desde las explosiones del exterior hasta el interior de las tiendas donde intentábamos descansar. Porque intentar era lo único que nos quedaba. Los quejidos, gemidos, llantos... Los gritos, sobre todo los gritos, no me dejaban dormir. Vivía preocupado.

¿Y si cerraba los ojos y algo malo pasaba?

¿Y si cerraba los ojos y al despertar el enemigo me estuviera apuntando?

¿Y si cerraba los ojos y ya no despertaba?

Sacudí la cabeza. No, tenía que dejar de pensar en esas cosas. Necesitaba ir a mi santuario, a los momentos felices, a quienes me daban paz. Sólo una persona era capaz de darme luz en tanta oscuridad: ella. Y es que recordarla era la única forma de no perderme a mí mismo, la única manera de mantenerme cuerdo, porque perder la cabeza sería el colmo. Ya había perdido la libertad.

Su dulce rostro se formó en mi mente. Sus ojos verdes, su piel sedosa, su cabello dorado que le enmarcaba el rostro. Y su risa resonó en mis oídos con una claridad que me quitó el aliento.

Beth. Oh, Beth, cómo te extraño.

―¡Miller! ―gritaron en mi oído. Me sobresalté, abriendo los ojos de inmediato e incorporándome en mi lugar. Mi mano, irremediablemente, había volado al revolver que mantenía conmigo. Las risas de los demás resonaron con gracia.

―Enzo, hijo de puta ―lo miré a sus oscuros ojos, evitando observar la sonrisa de satisfacción en sus labios―, ¿quieres que te mate?

―¿No es por eso que todos estamos aquí? ―Fue su respuesta―. La muerte ya está rondando a nuestro alrededor, Charlie, y se acerca sigilosamente. La pregunta es... ¿Vendrá de un alemán o de mi somnoliento compañero?

―Williams ya se puso sentimental ―comentó Oliver Jones, el más joven de nuestra tienda, con tono burlón. Enzo le sacó el dedo del medio sin siquiera girarse a verlo. Los otros muchachos (Connor O'Brien y Murphy Smith), Oliver incluido, lo provocaron con falsos gritos de miedo.

―O, quizás, no haga falta responder la pregunta. Quizás la muerte venga de mí y de Luce, mi preciado revolver ―Antes de que hiciera un movimiento brusco, los tres chicos salieron pitando, Enzo rio antes de incorporarse―. Anda, espabila, es hora de desayunar.

Claro, el desayuno.

Mi estómago gruñó con recelo, harto de la avena podrida y el pan duro que nos tocaba comer cada día, sin embargo, también gruñía con anhelo pues, en tiempos de guerra, el hambre no faltaba.


Noviembre, 1942.

¿Qué diablos estaba pensando cuando me enlisté en el ejército?

Ah, pregunta maldita. Inundaba mi mente al menos cincuenta veces al día, casi al mismo tiempo que la respuesta. Si yo no lo hacía, ¿quién, entonces? En mi pueblo no fueron muchos los que se animaron, presos del miedo que yo mismo sentí cuando terminé de firmar mi nombre. Pero era mi deber para con mi país, tenía que protegerlos. No soportaría haberme quedado en casa, esperando a que nos atacaran, esperando a que se llevaran lo más valioso para mí. Desde el frente podía asegurarme de hacer lo posible para evitarlo.

―Charles Miller, ¿qué es lo que hiciste? ―había preguntado, con lágrimas empañando su mirar y la voz rota, muy a su pesar, mientras el papel se posaba en la mesa de la cocina. Se veía tan triste en mi memoria como lo hizo aquél día, frente a mis ojos.

Quise explicarle, pero no hubo caso. Beth, mi Beth, estaba demasiado afectada como para escuchar algo más que un "lo siento", palabras que repetía al aire hasta el día de hoy, esperando que el viento me hiciera un favor y llevara mis disculpas hasta ella, con la esperanza de que me escuchara aunque estuviéramos tan lejos. Sobre todo en ese momento.

Esa noche, nos tocó estar de guardia.

Todo estuvo tranquilo hasta que el alba llegó. Fue cuando nos atacaron.

La balacera, como si se tratara de una tormenta, no tuvo piedad con nosotros. La base entera se despabiló entonces, llevando refuerzos y más refuerzos hasta el frente, donde muy pocos lograron llegar antes de caer sin vida a unos metros de nosotros.

Los gritos de los que me venía quejando desde que llegué al campo de batalla se intensificaron esa mañana, y muchos provenían de mí. Veía borroso, sosteniendo mi pecho con una fuerza que no sabía que me quedaba, mientras Enzo, mi compañero, mi amigo, exclamaba a viva voz una frase que me dejó helado.

―¡No te atrevas a cerrar los ojos, maldito bastardo! No lo hagas, ¿me oyes? ―Sus manos, como las mías, presionaban contra mi cuerpo, impidiendo que la sangre siguiera fluyendo―. ¡Quédate conmigo, Charlie! ¡Vamos! ¿Qué se supone que le voy a decir a tu esposa si te vas ahora?

―Beth ―murmuré yo.

―Exacto, Beth. ¿No quieres volver a verla? ―Por primera vez desde que nos conocíamos, Enzo Williams pareció perder la compostura―. ¿No quieres volver a casa?

Claro que quiero, pensé, pero no lo dije. No, porque hasta yo sabía cómo iba a terminar eso.

―Hay una c-carta con m-mis cosas ―le dije, él frunció el ceño―. Para ella, p-para Beth. Vas a t-tener que dár- ―gemí adolorido. Respirar me estaba costando más de lo debido desde que me alejé de su lado―. Dársela por mí. ―finalicé.

Lo vi negar con la cabeza mientras yo asentía.

―No, si quieres que le llegue la carta, vas a tener que llevársela tú mismo. No soy tu puto cartero.

―Enzo ―lo miré, tan serio como pude―. S-sal de aquí. Vete.

Le tomó siete minutos exactos hacerme caso. Y lo vi alejarse a la misma velocidad que lo hacía mi vitalidad.

En una habitación llena de gente, con caras que no me conocen, puedo pensar en ti y sé que no estoy solo ―canté, mirando el amanecer. Era su canción favorita, la cantaba cada mañana con la dulce voz de un ángel―. Lo siento tanto.

Ante mí, las personas comenzaron a desvanecerse hasta que la simple y fría oscuridad decidió llevarme. Sólo pude desear que ella me hubiera escuchado.

Relatos Con Olor A CaféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora