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Exhalé, dejando escapar partes iguales tanto de humo como de vaho.

Era la noche más fría que Manhattan había visto hasta el momento, pero para mí se sintió apenas como una brisa de verano. El calor sofocante dentro de La Flor Blanca era inaguantable, incluso para alguien como yo que ya estaba acostumbrada a ese ambiente.

Contra mi oído derecho, el pitido de mi celular se cortó para dar paso a la mecánica voz de la contestadora. Era la decimosexta vez que la llamaba ese día... y la quingentésima octava vez en lo poco que llevábamos del mes. Seguía sin contestarme. Llevé el cigarrillo a mis labios, esperando que la nicotina hiciera de las suyas y me ayudara a bajar el estrés que cargaba encima.

Decir que había tomado una mala decisión era un eufemismo. Sí, sabía que, al meterme allí, me estaba ahogando hasta el cuello en arenas movedizas, pero no me importó con tal de ir y demostrarle a todos que era lo suficientemente madura como para seguir adelante, buscando mi independización y la manera de mantenerme a mí misma. ¿Que si me arrepentía? Claro que sí. ¿Iba a reconocerlo? Por supuesto que no.

El orgullo es algo que heredé de mi madre, la misma señora que no me atendía el teléfono hacía ya año y medio o un poco más. Estaba casi segura de que incluso le había dicho a todo el mundo que yo había muerto, porque eso era mejor que enfrentar los hechos.

―Fue un terrible accidente. ―Me la imaginaba diciendo, melancólica―. La pobre Jolene era miope desde el nacimiento, obviamente que no se iba a ver venir el carro. ¡Oh, mi pobre niña! ―Y luego soplaría exageradamente contra un pañuelo antes de secarse las lágrimas de cocodrilo.

Toda una actriz, mi madre.

Si no hubiera estudiado para ser abogada, seguro le hubiera ido de maravillas en la pantalla chica, actuando en una de esas telenovelas latinoamericanas que le gustaban a Margarita, mi tía segunda.

Dejé caer la colilla y me encendí otro cigarro.

Volví a marcar el número.

La llamada quedó en la nada.

Lo intenté otra vez.

Y alguien respondió.

―¿Mamá? ―pregunté con el corazón en la garganta.

―No, Dani ―respondió una vocecita que no escuchaba hacía tanto tiempo. Mis ojos se llenaron de lágrimas inmediatamente.

―¿Q-quién? ―No pude evitarlo, se me rompió la voz.

―Daniel James Byren, ¿quién habla? ―Ya tenía la cara empapada y mordía mi labio con fuerza, esperando poder contener los sollozos que hacían temblar mi cuerpo. Podía imaginármelo con su pequeño ceño fruncido, en su pijama azul de siempre, listo para ir a la cama con mis padres porque le tenía miedo a la oscuridad. Y eso era todo lo que tenía para verlo, mi imaginación. Cuando mamá me dio por muerta, también me alejó de él―. ¿Hola? Holaaaa ―alargó la palabra y, en medio del llanto, me eché a reír.

―Holaaaa ―imité. Y sabía que parecía una loca ahí, apoyada al lado de la puerta trasera de La Flor Blanca, sonriendo como estúpida y con la cara hecha un río, pero no me importó. Luego de tanto tiempo, y sólo por ese instante, fui plenamente feliz.

―¿Quién eres? ―Volvió a preguntar, divertido.

―Soy yo, enano ―contesté, esperando que, por alguna razón divina, me reconociera. Cuando eso no pasó, continué―: Jolene Victoria Byren. ―Como él, me presenté con mi nombre completo. Un sonido de sorpresa me llegó desde el otro lado del auricular.

―Tú eres mi hermana, ¿verdad?

Sorbí por la nariz―. Sí, exactamente. ¿Cómo estás?

―Pues bien ―y, en un tono de voz más bajo, casi en un susurro, me dijo―, le robé el celular a mamá y aún no se dio cuenta. Lleva diez minutos buscando en la cocina. ―Siempre el travieso del hogar, sembrando el caos por donde pasara. Cómo extrañaba eso―. ¿Por qué no viniste a mi cumpleaños? Fue la semana pasada, cumplí cinco años. ―Mi corazón se rompió con su tono triste.

Relatos Con Olor A CaféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora