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Al comenzar el año, nadie se imaginó lo que iba a pasar.

Casi todo el mundo se sentía renovado y feliz por comenzar una nueva etapa. Estábamos esperanzados porque los buenos tiempos al fin parecían haber llegado. Poco sabíamos que esos buenos tiempos aparecieron como un lobo disfrazado de oveja. No fueron nada más que una ilusión.

Los gobiernos hicieron lo que pudieron para no hablar y ocultar lo que estaba pasando pero, para cuando se decidieron a abrir la boca, ya era demasiado tarde.

Casi la mitad de la población humana había muerto. Y la que quedaba luchaba por sobrevivir.

Un virus había llegado para ponerle fin a la vida de millones. Y Estoy seguro de que nadie se esperó que se esparciera tan rápido. Empezó en Asia, llegó a Europa y, de ahí, a todo el mundo. Claro que aquí también fuimos estúpidos y no tomamos las medidas necesarias porque no creímos verlo en vivo y en directo. Vaya que nos equivocamos, ¿eh?

La porquería actuaba rápido, era casi imperceptible y, lo peor, era letal. Las primeras treinta y seis horas sólo era una picazón en la parte de atrás de la garganta, nada por lo que temer, nada por lo que preocuparse, por eso muchas personas no se lo tomaron en serio desde un principio, alegando que nada más era una variación indolora e inofensiva de un simple resfriado. Eso fue lo que las autoridades nos habían dicho, después de todo.

Sin embargo, al llegar a la hora treinta y seis con un minuto... las cosas comenzaban a empeorar. El malestar agravaba, la temperatura corporal aumentaba y los pulmones eran los más afectados, pues, de a poco, comenzaban a cerrarse, matando al individuo de dos a cuatro días. El que dijo que el proceso no dolía, estaba equivocado.

Yo soy un fiel testigo de eso.

Ya han pasado casi dos días desde que el virus me tomó como huésped y sé muy bien que de esta no voy a salir. Aún no estoy seguro de cómo fue que pasó. ¿Fue cuando salí a buscar las provisiones que nos brindaban cada quince días? ¿Fue cuando me detuve en la estación de servicio por un poco más de gasolina? ¿Fue cuando pagué en la tienda por un paquete más de leche para mi pequeña? ¿Cuándo... Cómo... Dónde?

Pero responder a la pregunta no me hará ningún bien, ni detendrá nada.

Debí haberme cuidado más, soy consciente de eso. Es mi culpa, en parte, por haberme confiado. Pensé que por un día podía dejar el maldito traje de astronauta que nos obligan a usar para caminar por las calles. "¿Qué mal me hará?" había pensado. No salí sin nada, cubrí las partes esenciales, mas algo falló. Algo no funcionó y ya es demasiado tarde como para arreglarlo.

Mi hora se acerca, lo sé. Y no estoy triste.

No por mí, de todas formas.

Estoy triste porque crecerás sin mí, estoy triste porque tendré que dejar a tu madre sola, sin el apoyo con el que contaba. Estoy triste porque no quería ni quiero dejarte. No espero que no me odies por esto, aunque tampoco creas que eso me hace gracia, sin embargo, quiero que sepas que no tengo... No tuve elección. Si pudiera elegir, te aseguro que no me iría y lucharía hasta el final. Sí, estoy triste, pero también estoy enojado por las cosas que sé que me perderé. Tu primera palabra, tus primeros pasos, tu primer añito. La primer carcajada que te sacaría con algún chiste patético, y la primer mirada avergonzada que me darías por intentar ser un papá asombroso alrededor de tus amigos. El primer baile al que te llevaría, el primer novio que no me agradaría... Llevarte de mi brazo el día de tu boda. Tantas cosas que no viviré contigo, que irremediablemente extrañé desde que me di cuenta de mi nueva realidad. Y desde entonces solo pude verte a través del vidrio de la puerta.

Y tú me miras y ríes porque te hago caras desde lejos, porque no puedo arriesgarte.

Y tú me miras y lloras porque quieres que te cargue, pero yo no puedo arriesgarte.

Lo único que puedo hacer ahora es esperar que, en un futuro no muy lejano, puedan salir con alguna vacuna o algo que salve tu vida, porque la razón por la que escribo esta carta es para que la leas. Es lo único por lo que no he perdido esperanzas.

Si hay algo que quiero más que vivir, es que tú vivas.

Puedes extrañarme, puedes culparme, puedes odiarme porque eso significa que sigues respirando. Y, mientras respires, yo estaré en paz. Mientras respires sé que, por más que añore salir de esta habitación y sostenerte en mis brazos sólo por una última vez, mi sacrificio habrá valido la pena.

Te amo.

Y ni aunque me esté costando respirar en este momento, dejaré de repetirlo.

Te amo.

Y aunque me culpes por no estar a tu lado, debes recordarlo.

Siempre a tu lado, tu padre.


La carta yacía en el suelo, donde una vez yació su cuerpo. A cuarenta y siete horas, cincuenta y nueve minutos y quince segundos de haberse infectado, dejó de respirar. Su sistema falló, pues el dolor fue demasiado una vez sus pulmones estallaron. Su esposa, desgarrada, no paraba de llorar y de maldecir al aire por su partida, rogando ser escuchada. Rogando por despertar de esa pesadilla y encontrarlo a su lado para poder reconfortarla y decirle que todo sólo había sido un sueño.

No podrían despedirlo cómo lo hubieran deseado y eso los estaba matando a ellos. A ella.

La bebé, hamacada en los brazos de su tía, gritaba, como si sintiera la pérdida pese a no entender lo que pasaba.

En la casa se sufría el duelo por la pérdida de otra vida a manos del asesino invisible que rondaba el mundo, asesino que siguió cobrando vidas por varios años más, dejando a la humanidad casi extinta. Dejando al mundo vacío. 

 

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Relatos Con Olor A CaféDonde viven las historias. Descúbrelo ahora