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La casa de los Kamény era enorme y antigua, y contaba con su propia capilla, donde la ceremonia había de llevarse a cabo. En su interior había al menos una veintena de bancas alineadas al frente a un altar hermosamente vestido. Los invitados se saludaban unos a otros por donde Itsván y yo pasábamos; nunca había estado en un festejo tan concurrido.

Y pensar que era la boda de mi hermana.

Cuando el señor y la señora Kamény llegaron a Luxemburgo hace unos meses, con el resto de su familia, la noticia se corrió por todo el pueblo. Eran gente de la alta sociedad francesa; no sólo eran ricos, eran multimillonarios. Estaban llenos de riquezas, propiedades y buenos modales. Nunca había visto en nadie más el nivel de elegancia que desprendían ellos con un solo movimiento. Ni el nivel de maldad que reflejaban sus ojos. Podían haber nacido en cunas de oro, pero sus corazones eran pobres, sucios y oscuros. No sabía con qué sobornaron a mis padres para que accedieran a cederles la mano de Josiane, la mayor de sus dos hijas, pero tuvo que haber sido bueno.

¿Qué vale más que el corazón y seguridad de tu propia hija? ¿Qué pudieron ofrecer para dejar que alguien tan puro como ella se casara con Antoine Kamény?

Había escuchado rumores del hijo pródigo. Ninguno me había gustado. Mucho menos cuando por mis propios ojos pude comprobar la clase de persona que era, ni toda la belleza que se aseguraba de destilar podía desviar la atención de su vil personalidad. Ignorar esto sería como tapar el sol con un dedo: inútil e insignificante.

No sólo maltrataba a sus sirvientes, sino que a su familia también. Le gustaba burlarse y torturar a los demás, física y emocionalmente. Era ruin y despiadado, o, como a mí me gustaba llamarlo, un patán de mierda. Pero decir mis opiniones en voz alta sólo traería problemas.

No podía meterme en las decisiones que ya estaban tomadas. Nathalie Schlechter, la hija menor, perteneciente a una familia de pordioseros, no podía interferir en la vida de los adultos, ni cuando se trataba de su propia hermana. ¿Josiane quería eso? No, por supuesto que no. Tenía dieciséis años y estaba enamorada de otro, sin embargo, no tuvo elección alguna. A las cuestiones de dinero no se las podía resolver con cuestiones de amor.

O con cuestiones de sentido común.

Aparentemente nadie sabía qué era eso cuando les ofrecían riquezas.

Itsván Kamény no era como su hermano. Era peor. Él te hacía creer que era bueno, y luego te apuñalaba por la espalda. Como, por ejemplo, la segunda semana que mi familia fue invitada a su hogar, en busca de seguir negociando el romance de quiénes se casarían esa tarde. Fue increíble para nuestra familia y para el pueblo entero, nunca llegamos a pensar que gente como ellos pudiera interesarse en lanzar raíces con gente como nosotros. Itsván había sido gentil, llegué a creer que sus intenciones de ser mi amigo habían sido puras, hasta que me llevó a la alcoba de su hermano y salí de ahí siendo completamente diferente. O como en ese momento, cuando me guiaba al interior hacia el mismo lugar de mis pesadillas.

Antoine no sólo quería a Josiane, me había confesado. También me quería a mí. Y me tuvo, por las buenas o por las malas. Más que nada, las malas.

―Ambas son invaluables ―había dicho―, su belleza, pese a haber vivido como campesinos inmundos, se mantuvo intacta. Y me deslumbró tanto que tuve que tomar medidas. ―Se paseaba alrededor de su cuarto, arreglando sus vestimentas mientras yo lloraba, deshecha, avergonzada. Humillada―. Casarme con una y tener amoríos secretos con la otra. Fue difícil elegir, créeme; es y será siempre la decisión más difícil que he tomado. ―Me sonrió―. Pero tenía que poseerlas a las dos.

Quise hablar esa misma tarde. Lo intenté... y nadie me creyó. Era la palabra de una niña de quince años contra la de un respetable hombre de veintisiete. Un hombre admirable por sus logros, inigualable y encantador, según todos los demás. Nadie llegaba a imaginarse el monstruo que en verdad era, aunque rumoreaban al respecto. Se creían más capaces de voltear los ojos e ignorar el choque de trenes porque "si nadie lo ve, no está pasando".

Josiane y yo no pudimos hacer nada. Sólo unirnos para desahogarnos con la otra y deprimirnos por la vida que nos había tocado vivir.

Esa tarde se llevaría a cabo la boda y, después, no habría escapatoria.

Habían acordado que, para la luna de miel, Antoine nos llevaría a ambas, con la escusa de no querer alejar a la novia de su hermana, con quien había vivido tantas cosas. Nadie lo cuestionó o pensó que era raro que un hombre se llevara a dos niñas a un país lejano. Al contrario, lo felicitaron por ser tan generoso.

―¡Qué considerado! ―exclamó mi madre cuando se enteró―. Mis pequeñas siempre quisieron viajar juntas.

―No sé cómo podremos agradecerle ―secundó mi padre, feliz, con los bolsillos llenos de nuestro sufrimiento. Me preguntaba si sonreír e ignorar nuestros suplicios lo hacía sentirse pleno, si el peso de las monedas lo hacía olvidar el peso de la responsabilidad que tenía como padre.

Nunca pude preguntárselo a la cara. Me habrían dado vuelta la cabeza de una bofetada si siquiera me atrevía a susurrarlo.

Al llegar al cuarto de Antoine, me sentí desfallecer. Allí estaba mi hermana, mayor solamente por un año, temblando de pies a cabeza, justo igual que yo. Por diez minutos, lo escuchamos hablar de sus planes a futuro, planes que nos helaron la sangre a ambas, pero que parecieron divertir a Itsván, pues lo escuché reírse en el marco de la puerta.

¿A eso se reducirían nuestras vidas de ahora en adelante? ¿A sentir temor cada segundo de cada día? ¿A esperar el momento en que la dulce muerte decidiera llevarnos como antes esperábamos la mañana de la Navidad, cuando la gente se sentía lo suficientemente generosa como para darnos alimento?

Nosotras no vimos otra opción. No había otra más que encerrarnos en un baño de la mansión Kamény y contar hasta diez antes de sumergirnos en el agua espesa y tibia de color rojo escarlata.


Libro de donde se extrajo el primer párrafo: Vampyr de Carolina Andújar. (Página 239)

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