Sinfonía de Vida

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Narran los textos que en el  antiguo mundo, las praderas se extendían más allá de las grandes cordilleras de Luntar, los riachuelos y los arroyos surcaban los escarpados terrenos de las montañas para desembocar en grandes lagos a los pies de la sierra, en donde la vida florecía como nunca antes se había visto.

Grandes bestias aladas cohabitaban con diminutos insectos y pequeños mamíferos en una sinfonía de vida armoniosa, que parecía orquestada por el mejor de los maestros e interpretada por la mejor de los conjuntos en un constante fluir de vida y muerte perfectamente hilado.

Una mañana cuando aún el sol solo se intuía en el horizonte, algo ocurrió. Un atronador sonido engulló a todo el valle. Los árboles empezaron a crujir como si estuvieran sometidos a la mayor de las presiones. El fluir el agua se detuvo de inmediato. Los animales parecían histéricos, corrían de un lado a otro sin saber hacia dónde ir. Parecían poseídos por  un ente maligno que se había apoderado de ellos.  El suelo empezó a temblar. La tierra se resquebrajó en mil pedazos. Se formaron grandes riscos bajo ella que engullían a todo ser que tuviera la mala fortuna de encontrarse en el recorrer de las grandes hendiduras, que cada vez más iban aumentando en tamaño.  En el cielo no parecía haber mañana alguna, solo unos  oscuros nubarrones que se encargaban de cubrir todo el cielo, mientras la luz del gran sol cada vez se mitigaba más y más.

De repente… silencio.

La tierra volvía tras sus pasos y como un todo, volvió a unirse. El agua fluía como de costumbre;  río abajo, hasta el gran lago. Las nubes que hacía solo unos instantes presagiaban el peor de los infiernos, se difuminaban poco a poco, y los animales, exhaustos, descansaban recostados sobre la verde pradera. Algunos se adentraban en el bosque de hayas, en busca quizás de un refugio seguro. Otros se escondían tras grandes rocas a la espera de su presa. Nada había cambiado, todo seguía igual.

Igual, excepto por un extraño ruido, un lamento; algo que ninguno de los seres que habitaban esas tierras había percibido jamás.

El extraño ser  no era muy grande,  su piel era de color rosado y resaltaba sobre un lecho formado por hojas secas de haya, en las que esta criatura, reposaba plácidamente. Se agitaba dejando escapar un ligero sollozo e introduciendo uno de sus diminutos deditos en su boca.

Ese fue el nacimiento del primer hombre sobre la tierra.

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