El Zipa Meicuchuca observó en silencio cómo los hombres construían el cercado. Sonrió, satisfecho con su trabajo. No habían pasado muchos años desde que el soberano anterior había muerto y él había asumido su cargo, por lo que el avance de la construcción, que indicaba su reinado, lo ponía siempre de buen humor.
Había cosas que debía hacer un rey para mantener el orden del cosmos, y la construcción de un nuevo cercado alrededor de la Sede de Gobierno en Hunza era una de ellas.
Asintió con la cabeza. Los hombres que lo cargaban a cuestas en su transporte de madera fina, cubierta con láminas de oro, iniciaron su marcha para regresarlo a su hogar. Se trataba de sus consejeros más cercanos, para ellos era un honor llevarlo en andas a pesar del esfuerzo que suponía.
—Alteza —empezó a hablar el consejero que tenía a la derecha. Era el único hombre que quedaba del gobierno anterior. Ya estaba entrado en años. El Zipa pensó por un momento si, tal vez, ese peso no le hacía mal a la salud—. El Psihipqua, el príncipe heredero, hijo de su hermana, está por terminar su etapa de aislamiento en el templo de la diosa Chie. Tengo entendido que pronto se hará la ceremonia que lo investirá como Utatiba.
En su asiento, el Zipa asintió, perezoso. Frente a él una mariposa brillante de colores naranjas y blancos danzó al ritmo del viento, llamando su atención. Recordaba muy bien su propio aislamiento en el templo, cuando era un niño. Al ser el próximo heredero al trono debía ser educado por los Chyquy del templo, los sacerdotes de la diosa luna. Por esa misma razón, tenía prohibido salir de día. Solo podía hacerlo de noche para contemplar la luna y meditar.
Meicuchuca suspiró, recordando esa época de su infancia tan solitaria. Si hubiera sido por él, habría preferido ser otra cosa. Miró a su alrededor, observando a los hombres que escoltaban su caravana. Tal vez habría sido mejor ser un Güecha, un guerrero, como ellos, o tal vez alguien cualquiera como aquellos que se inclinaban a su paso poniendo la frente sobre el suelo, pues no tenían permitido observarlo a la cara. Estiró la mano y se dejó acariciar la piel por los rayos del sol. Esa sensación tibia era algo que había echado de menos durante esos años de aislamiento.
—Hace muy poco que entró —comentó más para sí mismo que para sus consejeros. Cuando le había tocado a él, le había parecido que el aislamiento le había durado toda una vida.
—Han sido seis años, alteza —le respondió otro de sus consejeros. Era el mismo periodo de tiempo que Meicuchuca llevaba como Zipa.
—Hay rumores, alteza... —continuó el primer hombre—. La familia del Psihipqua desea llegar pronto al poder.
—¿El esposo de mi hermana? —preguntó Meicuchuca.
—No exactamente, Alteza. Se cree que son los hermanos...
El rey negó con la cabeza.
—Pero eso es imposible —lo interrumpió—. Yo aún sigo vivo...
—Por eso le advierto, alteza.
El rey se quedó meditando por un momento el significado de las palabras de su consejero. Se acomodó en la silla, recostándose contra el espaldar de oro. La sola idea de que su familia deseara tomar el poder le parecía descabellada. Se echó a reír.
—Tonterías —dijo.
—¿Alteza?
—Son Uzaques, nobles del zybyn de Guatavita. Personas muy influyentes y respetadas. Ellos saben cómo funciona el mundo y lo obedecen para mantener el orden. —El consejero abrió la boca para decir algo, pero el Zipa lo detuvo—. No hablemos más sobre eso, no toleraré que te dejes llevar por habladurías ni que ensucies el nombre de mis concuñados.
—Sí, señor.
***
A los pocos minutos llegaron a su destino. En la entrada del palacio lo esperaban dos hombres vestidos con las túnicas de la nobleza y adornados con joyas de oro. Al verlo, se inclinaron para darle la venia en señal de cortesía. Eran sus concuñados. El Zipa se sorprendió de verlos, siendo que hace poco estaban hablando de ellos. Esbozó una sonrisa. Él tenía razón, su familia no le haría daño para sacarlo de su puesto. De lo contrario, ¿qué harían ellos ahí? ¿Por qué los dioses le habían permitido encontrarlos luego de mencionarlos?
Se bajó de su transporte y caminó hacia ellos.
—Alteza —lo saludaron con una inclinación.
—¿Qué los trae por aquí? —preguntó Meicuchuca, afable. Sus concuñados echaron a caminar al mismo tiempo que el rey para acompañarlo.
—Simplemente pasábamos por aquí —respondió el mayor, que siempre llevaba un brazalete dorado en su bazo derecho.
—Últimamente los días se nos hacen iguales, sin mayor novedad... Ni siquiera hay cambios en el clima—explicó el segundo—. Los días se hacen largos cuando el tedio y el aburrimiento los gobiernan.
El Zipa volvió a recordar sus años de aislamiento. Entendía muy bien lo que los dos hombres le decían.
—Pronto saldré de viaje —anunció mientras ingresaba al interior de su vivienda, seguido muy de cerca por dos Güechas que nunca lo dejaban solo—. Iré al palacio de Tequendama para pasar unos días de descanso... si desean, podrían acompañarme —propuso. Estaba decidido a demostrar que sus consejeros se equivocaban.
Echó una mirada de soslayo tras de sí, a los hombres que se desembarazaban del transporte, recordando la conversación que acababan de tener. ¿Sería verdad que sus concuñados querían matarlo para poner a su sobrino en el trono? No. Negó con la cabeza. Así no funcionaba el mundo. No era el orden de las cosas.
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La Forastera de Tequendama
FantasyLos cronistas dijeron que ella era un demonio que lo engañó, que solo deseaba su muerte. También dijeron que, al irse, el rey despertó de su hechizo... Un fallido intento de asesinato le permite al Zipa Meicuchuca conocerla cerca del río. El monarc...