Inconsciente

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Ernesto se vio a sí mismo parado frente a la casa donde algunas noches pasó su tiempo.

Llevaba mucho tiempo descubriéndose caminando directo hacía esa casa, y pasando horas y horas observándola sin siquiera ser consciente de que lo hacía, ni siquiera podía controlarlo, de pronto estaba ahí, sin pensarlo, sin esperarlo, sólo parado frente a la casa que solía visitar de manera constante.

Pero ese día era un día diferente a los demás, Ernesto sabía que estaba preparado para hacer lo que tantas veces contempló en su mente. Cada día, cuando se volvía consciente de que estaba una vez más afuera de esa casa tenía los mismos pensamientos repitiéndose una y otra vez, nunca se detenían y a cada momento se hacían más fuertes. Ese día era perfecto para él.

Todos los días ella salía de casa, nunca era a horas exactas, siempre era diferente la hora del día en que ella partía, y siempre era diferente el tiempo que pasaba fuera, ropa distinta, aspecto distinto. Ernesto sin embargo estaba parado ahí a la misma hora, con la misma ropa, y el mismo aspecto, apestando a suciedad porque llevaba días sin preocuparse por sí mismo.

— No eres quien creí que eras —se dijo a sí mismo en voz alta—. No puedo seguir contigo.

Cada día, Ernesto se levantaba del suelo o el sofá, y se repetía estas palabras justo antes de beber su taza de café, para posteriormente hundirse en su llanto y su enojo, golpeando el suelo y las paredes hasta que perdía la consciencia, y la volvía a recuperar cuando estaba fuera de esa casa.

Pero no era un día como cualquier otro, se sentía diferente, el aire, la luz, él mismo. Sabía que podía logarlo.

— Soy exactamente quien necesitas —dijo—. Soy exactamente quien creíste que era.

No sabía por qué se repetía esas palabras estado parado ahí, sólo sabía que lo hacían sacar su enojo y tratar de calmarlo, aunque nada podía atenuarlo del todo. Nada, excepto una caja de cerillos y un bidón de gasolina, era todo lo que necesitaba para orquestar aquel acto que tanto pululaba por su mente en cada ocasión.

La casa estaba habitada aún, ella estaba ahí, en la ventana de su habitación, recogiéndose el cabello en una cola, extraño, pensó Ernesto, ella siempre salía con el pelo suelto, y se ponía un pantalón y una blusa sin percatarse de que él estaba ahí; aunque esta vez tenía un vestido rojo, porque era su color favorito, y tal vez tenía zapatos de tacón, porque se veía más alta, su cabeza siempre rozaba el borde de la ventana cuando se miraba al espejo, aunque ese día se podía cubrir hasta el borde de sus ojos con la misma ventana.

Todo era diferente, él sabía que ella saldría, y sentía que sabía la hora exacta aunque siempre variaba, sentía que podía predecir cada cosa que pasaría con ella, más no con él mismo: Él se dio cuenta de que cargaba esos utensilios cuando llegó ahí, además de que tenía más energía, incluso había olvidado poner el café por la mañana.

Entonces ella caminó por el pórtico de su cuarto, y sólo unos segundos después salió por la puerta dirigiéndose a la derecha, ese bonito vestido rojo la hacía lucir mejor de lo que nunca la había visto, y él, vestido completamente de gris oscuro y cargado un bidón de gasolina lleno al tope, comenzó a caminar.

— ¡Hazlo! —le gritaba una voz en su cabeza.

— ¡Es lo que necesitas! —le dijo una voz más.

— ¡No me pasará nada! —le dijo ella.

La buscó, pero no estaba ahí, era sólo su voz aún dentro de su mente, diciéndole que era lo correcto, sin saber por qué lo hacía.

— Ya no puedo estar contigo —se dijo de nuevo—. Eres un hombre diferente.

Caminó directamente hacia la puerta de esa casa, sacó la llave que guardó, aunque ella le había pedido que se la entregara; lo hizo, pero no le dio la otra copia. Abrió la puerta, y se detuvo en ella viendo cómo todo se veía distinto, los muebles habían cambiado de lugar, la pintura era de otro color, y no se sentía como la última vez que estuvo ahí.

Entonces comenzó su tarea, destapó el bidón de gasolina y comenzó a esparcirlo, con cuidado de no desperdiciarla, sobre el piso y los muebles, caminó por la cocina y la sala derramando el líquido. Luego caminó hacia las escaleras, y se dirigió al cuarto donde ella se vestía hacía unos minutos, el cuarto que compartieron durante un tiempo, y dejó que la gasolina corriera sobre él.

Recordó aquel momento, recordó lo que pasó aquel día fatídico donde todo terminó, y su desasosiego comenzó.

— No eres quien creí que eras —se repitió, escuchándola a ella en su mente.

No era capaz de recordar detalles de lo que sucedió, su mente nublaba casi todos los recuerdos de esa noche. Pero recordaba su voz, y algunas de las palabras que dijeron.

—No eres lo que necesito —se insistía, aún con el sonido de ella.

Esparció la gasolina por el suelo, la cama, y ese horrible poster que adornaba su pared, porque nunca fue fan de los Beatles, y cuando sintió que era suficiente, caminó de nuevo hacia la puerta de entrada.

Dio un último vistazo al lugar, tratando de imaginar las cosas como estaban antes, el sofá frente a la televisión y ellos abrazados viendo alguna película romántica que ella eligió. La mesa de la cocina justo al centro de esta, y ellos desayunando cereal y café antes de salir a trabajar. La pintura de las paredes color verde, y ellos discutiendo de qué color deberían utilizar para la remodelación.

— Soy exactamente lo que necesitas —dijo, pero no se lo dijo a sí mismo.

La gasolina había creado un camino desde su cuarto, por las escaleras, y finalizaba justo en la entrada, donde él estaba parado, contemplando lo que estaba por hacer, y con las voces en su cabeza gritando que no fuera un cobarde.

Ernesto tomó un cerillo, lo encendió y lo dejó caer al suelo junto con toda su furia y su tristeza, durante unos segundos vio el fuego creciente consumir los objetos pequeños y las plantas que lo avivaron aún más. Luego dio la vuelta, cerró la puerta con llave, y caminó hacia la izquierda cruzando la calle para ver desde el frente cómo la casa ardía.

Si él sufría, se dijo, ella también lo haría.

Relatos De Una Mente Inestable [Historias Cortas]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora