La durmiente

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La miró; estaba flaca, desnutrida, le pareció normal y al mismo tiempo no, era y siempre había sido mitad cadáver andante, con los ojos deslucidos y tensos, la boca apenas una línea. Los pechos estaban llenos sí, como si a pesar de su delgadez Dios le hubiese querido dar un poco de redondez exuberante, y aun así el resultado era lo de algo que había sido unido sin ninguna delicadeza o sentido de lo que era bello. Manu le había quitado la ropa con dedos topes un rato atrás mientras su madre llenaba la jarra con agua caliente, y la había dejado en la cama despacio. La voz de su madre desde el otro lado:

—Ya no le duele nada.

—Ya, pero...

—Ella lo quería harto a usted, mijo. Podría haberse casado con ella, pero lo hizo con la otra. Nunca entendí sus reparos, y ahora mírela, la pobre ahogada la llamó la buena de la Luci —su madre negó con las manos en las caderas—. Esta mañana todos se enteraron de lo suyo con la niña por los gritos que profería, oiga. Mejor nos apuramos.

Manu agarró el trapo que le pasaba su madre con la mano temblorosa y la frotó con dureza. Si ya nada le dolía, y aun así cuando se fijaba en su rostro parecía como si la boca se apretara más o los ojos se le arrugaran, o como si fuera a decirle algo con esa vocecita suave e ignorante. Dejó el paño a un lado y le tomó la mano y unió sus dedos. Los de ella huesos frágiles y lívidos, los suyos más oscuros y con cicatrices. No pudo obligarse a dejarlos caer y cuando se volteó para mirar a su madre notó que ya no estaba en la habitación, la puerta semi abierta y los pasos por el pasillo. Se sentó en la cama junto a la muerta con una congoja de dolorosas sacudidas, se preguntó si un beso la haría despertar. La boca de la muerta parecía más llena, más roja, casi viva, así que posó los labios sobre los de ellas y, al levantar la cara, a ella las pestañas le aletearon hasta abrirse por completo. Se miraron. Él contuvo el aliento.

Ella dijo:

—Siempre dándome esperanzas y luego condenándome a la miseria. Usted me prometió que lo iba a intentar conmigo, pero me mintió, se fue con la viuda esa.

—¿Y por eso se tiró al lago?

—Fue la soledad, no usted, por usted nunca derramé ni una lágrima.

—Es una mujer buena, no estaba listo.

—Ya no importa. ¿Por qué me despertó?

—Yo la quería a usted —dijo, con el mentón empujando hacia adentro.

—Eso no es cierto, usted no quiere a nadie.

—No diga eso.

—Es la verdad.

—¿Y por eso se tiró al lago?

—Fue la soledad, ya le dije.

—Pero nunca buscó a otro.

—Porque no quise, no porque no tuviese oportunidades. Estaba empecinada con usted. Era tonta y joven, me dijo que lo esperara y lo esperé, y luego mis mejores años se habían ido y no tenía caso, no podía partir de cero así que lo seguí esperando, usted se separó de su mujer y estaba contenta, luego su madre dijo que andaba con la viuda esa y me tembló el piso, ya no había caso, nunca lo hubo. Y estaba el lago y estaba yo con esta soledad agarrotadora, mis huesos inválidos, mitad mujer, mitad nada.

—Y se tiró, mire usted, podría haberme esperado un poco más.

—Usted nunca ha estado solo, no sabe, conque no hable de lo que no sabe.

—Pues sí me he sentido solo, antes, cuando usted no estaba, me sentía la mar de solo.

—Estar solo y sentirse solo no es lo mismo. Yo estaba las dos, usted solo se siente solo porque quiere, porque se siente culpable y piensa que debería llorarme un rato, pero ni eso hace bien. Váyase con la viuda esa y déjeme dormir en paz.

—No le conocía esa vena mezquina.

—No, yo era dulce como un florero, pero ahora no, ¿no ve? Ya no necesito estar en ese rincón esperando a que me mire. Y no me vuelva a besar, ya no quiero sus besos. Ni sus llantos sin lágrimas, ya no lo quiero a usted.

Le tocó la mejilla con los nudillos y ella cerró los ojos.

—Miente —dijo él.

—No importa. También hay verdad en la mentira.

—Quédese.

—Tonto.

—Quédese.

—Pero me iré aunque no quiera, la carne se me está muriendo.

Él presionó su frente en la de ella, fría, pero aun así, la congoja labrándose un camino entre la yerba inmóvil, le besó la boca rígida hasta que le magulló los labios. Ella se quedó quieta. Desnuda. Impávida, aun así; dulce. La miró: los ojos semi abiertos, llorosos, amarillentos donde el blanco debía estar. Dios, la amaba.

—Quédese.

—Miseria, oh bendita miseria 

La mujer lavadora descompuesta y el chico marrón mierdaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora