La mujer lavadora descompuesta y el chico marrón mierda

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Estaban en la pieza de él, su amigo miraba por la ventana cubierta con nylon, le hacía agujeros con un lápiz que había cogido de su estuche que a su vez había cogido del escritorio. Coger, coger, qué bonita palabra, si solo fuera verdad. Tanta paja y tan poco amor.

—Parece que tu mamá no está de buen humor —dijo su compañero preocupado—. Parece asesina. Qué le hiciste.

—Nada, está así porque quiere —le respondió él acostado en la cama sobre la ropa sucia—. Tiene dos humores, o depresiva a cagar o asesina en potencia, me da igual cual elija mientras me deje fuera.

—Vayámonos para mi casa entonces.

—No, espera.

—Por qué

—Es que si está depresiva tengo que quedarme.

—¿Y si te mata?

Él rio sin humor.

—No me mata. Pura palabrería y ni un poco de sangre. Además, aún no ha empezado a huevear con la lavadora, eso quiere decir que se mantiene en sus cabales, cuando encienda la máquina culeada asústate huevón. Va a tirar dentro toda la ropa, limpia y sucia por igual.

—¿Tiene TOC?

—No, no, no. Nada de eso, lo que tiene es algo más simple. Sentimientos que giran, parpadean, se vuelven, se intercambian, ya sabes cómo siempre cuando combinas hartos colores, terminas con un marrón mierda, algo así le pasa. Al final todo se le pudre, se desquicia y empieza a joder con la lavadora. Limpiar, limpiar, limpiar. Y luego la explosión. Entonces ahí vemos.

— A simple vista parece muy normal.

—Vale.

—Es por eso que no me invitabas. Pensé que me tenías bronca o algo.

—Te tenía bronca y te invitaste solo.

—Como te digo, pensé que éramos amigos.

—Ya.

—Eres un poco raro, pero me agradas o quizá a causa de eso, no sé. Vine porque la otra vez me dijiste que estabas solo, es raro, pero lo recordé mientras estaba desayunando, y me dije, mierda, quizá éste anda suicida y yo aquí como huevón comiendo huevos revueltos.

—Ya, ya, cállate.

—De todas formas yo sí te considero un amigo.

—Si tú lo dices.

—Y pienso que tú también, aunque no lo quieres admitir.

—¿Me la quieres chupar?

—¿Qué? —Boqueo.

—Nada.

—Tú dijiste...

—Vale, te preocupas, muchas gracias, pero sigues agujereando mi ventana y eso no está bien, hombre.

—Ah —se detuvo—. Me preguntaba por qué tenías un nylon puesto...

—Una piedra, un pendejo y una resortera. Fin.

—Bien, en cuanto a lo otro, cómo decirlo.

—Era una broma, relájate.

—Ya, porque yo no soy...

—Bueno.

Él se levantó y se puso detrás de la puerta, su amigo, compañero, lo que sea, se puso el lápiz detrás de la oreja y lo miró con los brazos cruzados. Alguien se había detenido a los pies de las escaleras, y cómo eran solo él y su madre..., bueno, bueno, sí, eso mismo. Abrió la puerta y miró hacia el pasillo, luego se fue despacio hasta las escaleras, abajo, su madre apoyada en la pared, nauseabunda, casi gris, ojos en alto.

—¿Qué pasa? —Preguntó él con mucha calma.

Ella lo observó. No tenía ojos de loca, pero ya casi nunca lo aparentaba. O sus ojos se habían acostumbrado, como lo hacía la nariz en el basural.

Los labios femeninos se apretaron, se relajaron y luego:

—¿Tienes ropa sucia? Haré el lavado.

—Te la bajaré enseguida.

—Está bien. —Luego, muy suavemente— ¿Se quedará tu amigo a almorzar?

—No, no lo creo.

Ella dudó antes de retirarse. Él se devolvió, su amigo, compañero, lo que sea, estaba en la puerta con los ojos pesados, amistosos. Una disculpa en alguna parte de aquellos, pero si eran color mierda, qué sorpresa.

—¿Todo bien? —preguntó.

Él asintió: —Te dejaré en la puerta —murmuró. Su compañero no se movió. Dijo, en cambio:

—¿Me estás echando?

—Con diplomacia, de nada.

—Espera, ¿por qué?

—Ella está por poner la lavadora, ya te dije. Parece triste, me tengo que quedar.

Bajaron las escaleras, y lo llevó a la puerta de bienvenida, su amigo se detuvo fuera a mirarlo , los labios temblando ligeramente, como si quisiera contarle un cuento. Había una vez un chico y un bosque, y el chico intentó matar al bosque y el bosque al chico y ninguno ganó. Y hubo un diluvio y lo embarró todo, y se ahogaron eternamente.

—Mira —dijo con voz templada su amigo—, si necesitas algo...

—¿Me la vas a chupar?

Su amigo-compañero-lo que sea, entrecerró los ojos.

—Hablo en serio.

—Yo también. No necesito nada.

—Está bien, pero si llegaras a hacerlo, anda a mi casa; que somos amigos, vale, no desconocidos, me sentiría como la mierda si... tú sabes. Como la mierda.

—Vale, vale.

Su amigo suspiró. Levantó la mano y se fue caminando, lento y sin ganas como si esperara que le gritara algo para detenerse y voltearse y volver. Volver. Loco de mierda. Él cerró la puerta y se dirigió hasta las escaleras, se detuvo en el primer escalón y escuchó. Ruidos ahogados y uno que otro jadeo tembloroso. Había una vez una mujer y unas cortinas azules, y la mujer intentó teñir las cortinas azules de un hermoso rojo, pero el rojo desapareció y también el azul, y puso en la ventana las cortinas teñidas y se dio cuenta de que habían quedado de un marrón mierda y enloqueció.

Siguió subiendo las escaleras, cogió toda la ropa que encontró y la llevó en brazos abajo, se la dejó en una silla fuera del baño y luego volvió a su pieza. Se acostó en la cama deshecha y mirando los rayos de luz que entraban por los agujeros que su amigo había hecho en el nylon antes, se pajeó. 

La mujer lavadora descompuesta y el chico marrón mierdaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora